En la última entrega
del pasado año, incluí un tema al que recurro ahora bajo el mismo título de “Viaje
a la semilla”, en el cual abordé algunos aspectos de la obra artística
del pintor y dibujante Víctor Patricio de Landaluze, posiblemente el primero
que se expresó en secuencias gráficas a
partir de la segunda mitad del siglo xix
en la Cuba colonial, y por ende, también en la península.
La modalidad
bautizada más tarde en los Estados Unidos como “comic strip” o tiras cómicas, con el desarrollo politécnico
y las grandes tiradas en colores, se convirtió en el llamado Noveno Arte, por
la trascendencia y popularidad que han adquirido sus protagonistas--tanto
cómicos como de aventuras--hasta el día de hoy.
Lamentablemente los
temas y personajes del artista vasco, representaban lo más reaccionario y
discriminatorio de nuestra nacionalidad, en una época de reformas y otras
“libertades” que el régimen monárquico se vio obligado a aceptar en nuestro país.
“El libro en Cuba” obra de Ambrosio Fornet, publicado
por Letras cubanas en 1994, ha proporcionado los datos que me propongo comentar, así como los dibujos
satíricos que el ya nombrado Landaluze realizara sobre la formación de nuestra
cultura y nacionalidad.
Corría el año 1834
cuando el Gobernador General Tacón prohibió la Academia Cubana de la
Literatura, dando un espaldarazo más al despotismo en la Isla, que de ilustrado solo tenía el
nombre.
El desarrollo de la
industria tabacalera propició un respiro, con la modalidad de la lectura en las
tabaquerías, señalada por el periódico “El Siglo” como “…la afición a oír leer…”
Pero vayamos al libro de Fornet:
“… La Lectura fue el
primer intento de hacer “llegar” el libro a las masas con un propósito
exclusivamente educativo y recreativo. Entre las clases privilegiadas el libro
había sido siempre un objeto suntuario, y en última instancia, un instrumento de dominio
o de lucro …”
Según el autor, surgió
en diciembre de 1865 en la tabaquería “El Fígaro” donde trabajaban
trescientos torcedores; en enero de 1866 lo hizo la fábrica de Jaime Partagás.
De ahí pasó a otros talleres de La Habana, pueblos cercanos y hasta zonas
rurales de Pinar del Río y Las Villas. La campaña contra la Lectura fue
iniciada por EL DIARIO DE LA MARINA en febrero de ese mismo año, primero en
forma solapada y luego en un tono despectivo y amenazador. (sic) “…El
tabaquero, el sastre, y sucesivamente
los demás artesanos no deben leer, ni saber otra cosa que lo que puramente se
roza con sus respectivos oficios, pues los periódicos políticos y de propaganda
demagógica solo tratan de inocular la pasión política, cuando el pobre no debe
tener otra que el pacífico oficio con que mantiene a su familia…”
En las fábricas en
que los patronos aceptaban la Lectura a regañadientes y trataban de adecuarla al criterio oficial,
sólo se leían La Prensa, LA
MARINA, y el semanario de Landaluze DON JUNÍPERO. En cuanto a los libros editados con los
inicios del balbuceante proletariado, abundaban en LA AURORA las reseñas
culturales del momento, ya libros, obras teatrales, etc., pero en las tabaquerías
resultaba tabú la lectura de obras más
profundas como el “Ensayo político “de Humboldt, o la “Cecilia Valdés” de
Villaverde.
El 14 de mayo de ese
mismo 1866 --dos años antes del Grito de Yara--, el gobierno tomó cartas en el
asunto, al dictar un bando de Orden Publico, ratificado por Lersundi, en el
cual se prohibía distraer a los operarios de tabaquerías, talleres, y establecimientos
en general con la lectura de libros o periódicos calificados de subversivos.
Mientras esto ocurría
en la “Isla”, el movimiento de torcedores en la emigración tomaba otro curso: “…En
las tabaquerías de Cayo Hueso se leían,
además de la prensa cubana y extranjera, obras históricas, sociológicas y
literarias. Se preferían las crónicas y
las novelas. Entre las primeras la guerra en Cuba, las Campañas de Bolívar, la
Revolución Francesa, y las empresas de Garibaldi. Entre las segundas: El
Quijote –-que en algunos talleres llegó a leerse hasta diez veces,-- y Los
Miserables…”
Allí la ideología
mambisa encontró un oído atento, que se extendió a otros sectores sociales. Por
tanto no era de extrañar que sobre ese pedestal madurara el pensamiento
martiano. En 1893 las dos terceras partes de los clubes revolucionarios en la emigración
se repartieran entre Tampa y Cayo Hueso. De tal manera que según pronosticara el
propio Martí, surgiría: “…Un pueblo culto, con la mesa de pensar al
lado de la de ganar el pan…”
Fue a 90 millas de
nuestro país, donde en el Club San Carlos se proclamó la constitución del Partido
Revolucionario Cubano; en sus talleres los jefes militares del 68 trabajaron como obreros y los intelectuales
eran sus lectores; allí se leía con fuego en el corazón el último ejemplar de PATRIA, y la chaveta
obrera estallaba en aplausos al final de
cada párrafo.
Muchos de sus
seguidores más fervientes como el general Serafín Sánchez, el comandante
Rogelio Castillo Poyo, y Diego Vicente Tejera, o Fernando Figueredo habían sido
escogedores, tenedores de libros o lectores de tabaquería; por eso, ya antes
de ir al Cayo el Apóstol había dicho: “…Anhelo una ocasión respetuosa de poner lo
que me queda de corazón junto al Cayo,
de levantarlo ante los ojos de este mundo como prueba de lo que por sí, sin
mano ajena y sin tiranía, pueda ser y habrá de ser nuestra República…”
El pasado año en mi
visita a los Estados Unidos, no tuve oportunidad de ir a Tampa, pero sí a Cayo
Hueso. Por
mucho que lo cubanicemos, su oficial y verdadero nombre será siempre Key West.
Lo vi lindo, limpio, maquillado, alegre,
bullicioso, pero tan falso como las caricaturas de Landaluze, a tal punto de crearse
en esta población virtualmente llena de efectos especiales una república
de pacotilla y la
oferta de “productos cubanos”, --café, ron, tabaco--. Pero principalmente al
insistir más de una vez en visitar la casa donde vivió Martí y, recibir en
todos lados la callada por respuesta.
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