Como
el gigante de las siete leguas, se nos avecinan peligros reales, entre ellos el
calentamiento global o la crisis sistémica del neoliberalismo, pero aparte de los
factores externos, la pérdida de valores es el peor enemigo del ser humano,
pues a veces inconscientemente, la llevamos dentro.
Estas
reflexiones me inclinaron al abordaje en este mismo sitio de ciertos criterios “En defensa del idioma” con fecha 25 de agosto. En el mes anterior "En pocas palabras” habíamos alertado sobre principios similares
cuando poníamos como ejemplo los “Aforismos” de Don Pepe.
Tal
vez esto se deba a la formación educacional que habíamos recibido en la niñez,
según la prédica del maestro Raúl Ferrer cuando afirmaba…”Lo que se aprende jugando
no se olvida nunca…” Es decir: lo breve, lo ameno, es por lo general
más efectivo que lo doctoral y retórico, por lo menos en las edades tempranas.
Teníamos
pensado volver sobre el asunto el próximo 12 de octubre--no para rememorar la
hazaña de Don Cristóbal Colón en 1492--sino el 220º. Aniversario del fabuloso
escritor vasco Félix María de Samaniego, (12-10-1745) quien por llevar tal
vez una vida algo licenciosa, con solo 56 años de edad, pagó por sus excesos al
sentirse gravemente enfermo y morir el 1 de agosto de 1801.
Había
dispuesto como última voluntad ser sepultado en la capilla familiar de la
iglesia de San Juan de Laguardia en el País Vasco, pero que no se consignara
nombre, fecha ni epitafio.
La
palabra fabuloso no está subrayada por gusto, sino porque tal vez haya sido el
más original y modesto de los clásicos en la literatura española al revelarle a
un colega:“…No he sido general que haya ganado batallas, ni estadista que haya
arreglado los asuntos de mi patria, ni literato que haya dado nombradía. Mi
vida vale bien poco…”
Me
veo por tanto obligado a subrayar en todas sus partes el artículo de fondo de la
compañera Graziella Pogolotti en la edición dominical de JUVENTUD REBELDE el
pasado 30 de agosto titulado “Fábulas para un verano tórrido”, en
homenaje a otro grande del género, el francés Jean de la Fontaine, y sus alegorías
sobre la astucia frente a la ingenuidad en “El lobo y el cordero” o en “La
zorra y el cuervo”, donde la perfidia logra vencer a la vanidad.
Se
sabe que desde tiempos de Esopo en la Antigua Grecia y aún antes existían textos
breves donde el relato, el diálogo, la descripción y la ética se unían para dar
una imagen mucho más profunda y exacta del mensaje que se quería dar. Y según
el propio La Fontaine, estos elementos integran la obra apologética: La fábula
es su cuerpo y la moraleja su alma.
Lamentablemente
en los tiempos actuales no se tienen en cuenta estos factores pedagógicos en
aras de nuevas propuestas: La espectacularidad, el catastrofismo, la violencia
y otros efectos especiales de un mundo cada vez más “Rápido y furioso” –Por
cierto, ya va por la séptima parte--.
Pero
volvamos a nuestro querido Samaniego quien confesara haber bebido de Esopo,
Fedro y La Fontaine para lograr sus apólogos más conocidos como La
Serpiente y la Lima, La Zorra y el busto, El camello y la pulga,
El lobo y la cigüeña, La cigarra y la hormiga o El cuervo y el zorro, El viejo
y la muerte, entre otras muchas parejas del Reino Animal.
Antes
de divulgar el primer volumen de sus Fabulas, Samaniego las había sometido al
examen de un experto fabulista –español por más señas--Don Tomás de Iriarte, quien
no escatimó alabanzas, a lo que el aludido en reconocimiento le dedicó al
crítico su libro tercero. Pero hay amores que matan y Don Tomás no le perdonó
nunca a Félix María que en dicha edición el joven vasco osara adjudicarse el
título de: “…Primer fabulista en verso castellano…” con
lo que la moraleja de la autoestima quedaba sobrentendida.
A
partir de entonces entre ambos escritores y sus respectivos partidarios surgió
la más enconada guerra de puyas enmascaradas entre sus respectivos personajes
de ficción y no menos efectivos sermones, a tal punto que en una de sus burlas Samaniego
aseguraba lo siguiente:
“Tus
obas, Tomás, no son
ni
buscadas ni aún leídas,
ni
tendrán estimación,
aunque
sean prohibidas
por
la Santa Inquisición…”
Podrán
imaginarse el efecto de tal acusación en tiempos del Santo Oficio—fines del
siglo XVIII—así como ciertas sospechas que se tenía de librepensador al comulgar
con las ideas de Rousseau y la Revolución francesa, dando por resultado que se
la abriera al vasco más de un expediente por las autoridades de la Metrópoli y
solo la intervención personal del Inquisidor general Manuel Abad, logró cerrar
el caso en el tribunal de Logroño.
A
todo ello agréguesele la fama que había adquirido ya Samaniego con sus andanzas
cortesanas y fama de libertino, lo que quedó demostrado con la recopilación
manuscrita de las 68 historias eróticas con que entretuviera a sus amistades y
que se editaran en España bajo el título de “El jardín de
Venus”, pero a cincuenta y un años de su muerte.
He
aquí un fragmento de esa poética y picaresca aventura de antaño—bastante pálida
en los días que corren—pero eficaz en sus tiempos y con ella ponemos punto
final a esta fabulosa historia de Blas y Lorenza:
“A la aurora en el corral
se
encontraron en camisa.
El
encuentro fue casual;
cubrióse
ella a toda prisa
la
cosa con el pañal”.
“Turbado
Blas desde luego
se
remanga el camisón
y
de vergüenza hecho un fuego
tápase
con el faldón
y como
ella queda ciego”.
“Al
huir tropieza Blas
con
la cuitada Lorenza
y…¡válgate
Barrabás!
Yo
también tengo vergüenza;
no
me atrevo a contar más…”
No hay comentarios:
Publicar un comentario