Al mirarme en el espejo, pienso que la ocasión ya llegó. Así que continuemos lo prometido en el trabajo anterior
En estos días el Barrio Chino de la capital celebró en grande el 60 Aniversario de la República Popular China, aunque esa grandeza local sea relativa en comparación con el país asiático. En este caso el uno puede representar millones, ya que nuestra isla, siendo la mayor de las Antillas, cabe en un barrio de Beijing.
Hoy no tanto, pero en mi niñez, --hace aproximadamente tres cuartos de siglo,-- todo lo relacionado con China venía envuelto en papel de china; es decir en el misterio.
De ahí que el primer personaje de aventuras que me emocionara en los balbuceos de la radio en Cuba fuera el detective chino Chan Li Po, debido a la pluma de ese grande que fue Félix B. Caignet.
El programa original fue transmitido por la CMKD de Santiago de Cuba en el año 1934, aunque yo lo disfrutaría a partir de enero de 1937, cuando la serie, su autor y el protagonista principal Aníbal de Mar se trasladaron a la emisora Radiodifusión O´Shea situada en los altos del actual Hotel Plaza en el centro de La Habana.
El éxito de Caignet, según el autor del libro descansaba en haber incorporado por primera vez el narrador omnipresente, no sólo en esta serie sino en toda su obra posterior, cuyo mayor éxito fue la radionovela “El Derecho de Nacer” con decenas de versiones en la radio, la televisión y el cine de todo el mundo. Estos datos fueron tomados del capítulo “El éxito de pacieeencia muuucha pacieeencia” (Páginas 62 a la 84) del libro titulado “El más humano de los autores” de Reinaldo González http://cine-cubano-la-pupila-insomne.nireblog.com/post/2009/02/17/el-mas-humano-de-los-autores-de-reynaldo-gonzalez .
Yo diría más: Chan Li po con su perseverancia investigativa y Caignet, con su particular dramaturgia, lograron dejarme diariamente colgado de la trama, como un insecto en la telaraña. Algo intrigante para un niño como yo por entonces¸ quien más crecidito y con mayor información pude reconocer más tarde en las películas de Alfred Hitchkok “El Mago del Suspense”.
La delicadeza en el habla, la exquisitez deductiva y la parsimonia asiática definían el personaje Chan Li Po. En poco tiempo la serie se convirtió en un fenómeno masivo de popularidad. Los cines y otros espectáculos, afectados por la taquilla, pusieron altavoces para que el público pudiera oír antes de la función, aquel famoso latiguillo de “Paciencia, muuuuuuuuucha paciencia”, con que el investigador se enfrentaba siempre al crimen. Ni eso les dio resultado: Tuvieron que cambiar sus horarios nocturnos de apertura por coincidencia con la transmisión de los capítulos.
La primera película hablada del cine cubano fue precisamente “La Serpiente Roja”, adaptación cinematográfica de una de aquellas aventuras. Sólo fragmentos de la misma se conservan en la Cinemateca, pues el filme desapareció envuelto en las llamas de un incendio tan enigmático como la propia serie que le dio vida.
De aquel primer héroe de mis recuerdos, no tendría para cuando acabar; pero no fue el único que trascendió. Otro chino, tan memorable como Chan Li Po, pero de carne y hueso, dio mucho que hablar también, pero ochenta años antes. Se trata de Chan Bon-biá, médico asiático tan exitoso que la frase “A éste no lo salva ni el médico chino” pasó a la historia hasta nuestros días.
Falleció también de forma misteriosa. No se sabe si por muerte natural o víctima de sus colegas en Cárdenas como venganza por arrebatarles la clientela a golpes de eficiencia.
Para terminar con mis recuerdos infantiles, veamos mis vivencias:
Fruta preferida, la naranja china.
Enfermedad más difundida, la china.
Juegos entre niños, la chinata.
Y entre adultos, las damas chinas.
Entrante más socorrido, la sopa china.
Zona no apta para menores por entonces, el barrio chino.
Veamos por qué:
La mayor parte de la colonia china se concentraba precisamente en ese barrio de Centrohabana, pero cientos de pequeños negocios fueron sembrados en toda la periferia de la capital por la iniciativa, la imaginación, constancia y laboriosidad de sus propietarios asiáticos.
Un establecimiento inolvidable era el tren de lavado. Donde decenas de inmigrantes del Lejano Oriente laboraban de forma cooperativa en casonas alquiladas y de alto puntal para dar servicio de lavado y planchado a precios módicos. Caracterizaba el inmueble un penetrante olor a lejía y el humo del agua hirviente en enormes calderos donde las sábanas salían blancas como el coco. Eran expertos en el almiodonado de guayaberas de hilo, muy abundantes en la moda de entonces. El delincuente tenía que ingeniárselas para robar en locales donde las prendas de vestir se guardaban colgadas en perchas de dos o más metros de altura. Y en cuanto al control interno, nunca se perdía una pieza; durante años guardé los calzoncillos marcados con letras indelebles de tinta china situadas en sus lugares más íntimos.
Si estos chinitos eran del continente o de las islas, lo desconozco porque en aquella época se les decía a todos: Chino-manila.
Los alrededores de la capital antaño estaban sembrados de labriegos asiáticos y de sus huertos; eran verdaderos especialistas en el cultivo de verduras y hortalizas, con las que se abastecía no sólo la Plaza del Mercado, sino también los numerosos puestos de frutas.
El chino que al casarse se independizaba de esa soltería gremial en los trenes de lavado, montaba su negocito propio. Recuerdo la tiendecita de frutas de mi barrio, donde lo que más me llamaba la atención eran los helados reciclados de frutas naturales y las crujientes frituras y bollitos de malanga, bacalao o carita, caracterizados por las tres bes del comercio gastronómico: Bueno, bonito y barato.
El Barrio Chino de la época era otra cosa. Allí se concentraban los grandes negocios, restaurantes, hoteles, tiendas comerciales, casas de juego y prostitución, formando una amalgama de vida nocturna; especie de zona rosa, donde todo parecía oculto pero estaba permitido.
En el centro de esta vida bohemia se levantaba un un sitio emblemático que requeriría un trabajo aparte: el Teatro Shangai, (sólo para hombres). Donde los machos pagaban por butaca y las hembras cobraban por desnudarse. Es decir: Debían entrar por la puerta del fondo para enseñar sus fondillos en escena.
Protagonista principal del ambiente y el más conocido de todos sus personajes fue el Chino de la Charada, representado en esta caricatura que publiqué el 25 de septiembre de 1981 en el semanario PALANTE. La misma se hizo relacionándola con la campaña de salud pública para erradicar vectores.
Muy parecido al famoso “Yellow Kid” de los comics norteamericanos, el nuestro no tenía color y de su bata colgaban todos los llamados “bichos” que simbolizaban a cada uno de los 36 números con que contaba este juego de azar.
Al contrario del Sorteo de la Lotería, legalizado en Cuba desde tiempos de la colonia, el chino de la charada se jugaba a escondidas, y en realidad su origen no era asiático, pues tanto el banquero como los jugadores eran cubanos. Constituía un acertijo donde el número premiado y su representación gráfica debía coincidir con cierto versito propuesto por la banca.
Todo ello constituía un buen truco para capturar incautos, porque generalmente la proposición verbal no coincidía con la gráfica. Veamos un ejemplo: Si la adivinanza decía: “Elefante que camina por los tejados” Todo el mundo apostaba por el 9 (elefante) pero tiraban el 23 (vapor). Y el ingenuo caía una y otra vez centavo a centavo en las redes de esta estafa, multimillonaria por su poder de convocatoria..
Detrás de este panorama bohemio, folklórico y lúdicamente virtual se escondía como en los episodios de Chan Li Po, el drama del bien contra el mal, de la pobreza enfrentada a la abundancia, o del choque entre el explotado y el explotador, en la arena de un circo donde había que hacer maromas para subsistir. Aquí expongo el testimonio personal de una época que para vivirla y contarla había que sufrirla en carne propia, y sobre todo tener… Paciencia, muuuuuuuuucha paciencia.
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