Bajo el título de “Recuerdos de otra época” en el diario “Granma”, el Dr. Eusebio Leal, abordaba en 1985 el tema del coleccionismo y entre otras cosas, decía: “El espíritu de reunir lo curioso y lo bello antes de llegar a ser la profesión por las nobles antigüedades, nació en aquellas postalitas que tentadoramente incluían los vendedores de confituras y caramelos…”
Más adelante afirma: “Teníamos un verdadero vicio de postalitas, más que de caramelos, y es que las ilustraciones ejercen un poderoso hechizo en la imaginación…”
Por esa misma época, pero en “Juventud Rebelde”, el colega Luis Hernández Serrano aborda el mismo asunto, con el título de “Aquellas postalitas del engaño” y comienza así: “Engañar a las personas mayores es algo repudiable, pero es peor aún, y hasta criminal, engañar a los niños…” Coincido con ambos, pues en aquellos tiempos, coleccionar postalitas era uno de nuestros mayores entretenimientos, aún a sabiendas de que fuéramos manipulados con la engañifa de recibir un premio si conseguíamos completar el álbum correspondiente.Más adelante afirma: “Teníamos un verdadero vicio de postalitas, más que de caramelos, y es que las ilustraciones ejercen un poderoso hechizo en la imaginación…”
Leal vuelve a la carga: “Rara vez vi un álbum completo. A determinada altura de la serie se hacía incapturable el 49, la 54 o cualquier otro número que no recuerdo…”
Me apoyo en estas opiniones para recordar con pensamiento positivo a quien dedicó toda su vida a alegrar la nuestra, confeccionando aquellas estampas cromáticas numeradas que, en ausencia de la televisión y otros adelantos de la tecnología digital, se convertían en nuestros naipes virtuales del pasado.
Nació en el barrio obrero de Luyanó en 1910. Se llamaba Lucio O. Carranza Rouselot, pero todos lo conocían simplemente por Lucio.
Negro, alto y desgarbado, los fiñes que pasábamos por los portales de la calle Monte, lo observábamos a través de las rejas de su ventana, inclinado sobre la mesa de dibujo, dando vida a las más fantásticas aventuras que imprimía allí mismo la Editora Montiel.
Si tuviéramos que definir su personalidad, diríamos que dueño de una tenacidad inagotable, utilizó medios artesanales y logró convencer a industriales y negociantes para que, en sustitución de caros juguetes, su obra se dirigiera a las grandes mayorías que sólo podían disponer de unos pocos centavos para adquirir las postalitas convoyadas con galleticas y golosinas, pues profesionalmente las grandes publicaciones le habían dado la espalda.
Es decir que en su centenario, recordamos con cariño al autor que dio vida centavo a centavo, a héroes como Los Tres Villalobos, El Fantasma, Tarzán y la Diosa Verde, Pepe Cortés y otros tantos cubanos y foráneos, que pasaron de mano en mano, cambiando la postalita repetida por otra estampa ausente de su colección.
A propósito, en un homenaje que le diera la UPEC con motivo de sus 65 años de vida y 40 de ejercer el periodismo, alguien se le acercó al maestro de humoristas Enrique Núñez Rodríguez y visiblemente emocionado le entregó un obsequio.
El propio Enriquito lo narra en el artículo titulado “EL Lobo de Tasmania” publicado en el diario de la juventud, cuando cuenta: …“Dentro del sobre venía un álbum completo de Leonardo Moncada, (El Titán de la Llanura), de la editora Montiel. Fue muy grande mi emoción al ver de nuevo aquellas postalitas en que Moncada, por vez primera adquiría una presencia física. No me había traicionado el dibujante. Moncada no era un Superman al uso. Era sencillamente un recio guajiro con bigotazo recortado y sombrero alón…” Y así mismo había concebido el dibujante al protagonista radial, con el reconocimiento explícito de su autor.
Pero Lucio no se detuvo ahí: De su pluma salió “Aventuras de Rolito”, la historieta del primer detective criollo discriminado, porque sólo podía demostrar sus habilidades en “Cubamena” una revista con distribución limitada ya que sólo se podía adquirir en las boticas.
Rolito persiguió y atrapó a cuanto ratero, asesino, y delincuente se ocultara en las páginas de la publicación desde la década del treinta hasta la mitad del siglo.
Recordemos que por entonces más que difícil, era imposible competir con la distribución masiva de los llamados muñequitos en colores, que venían también “convoyados” en las ediciones dominicales de la gran prensa criolla. Oferta sólo explicable por los “royalties” de las transnacionales del comic norteamericano, con el que lanzaban a la bancarrota a cualquier empresario ilusionado en desarrollar la historieta autóctona. Fenómeno que no solo se desarrollaba en Cuba.
“Lucio fue por tanto el precursor de la historieta cubana.”, así lo describe en BOHEMIA el crítico de arte Juan Sánchez con motivo de su desaparición física el 21 de marzo de 1990.
Yo diría más: Durante sus 80 años de vida, Lucio fue un romántico incurable, con una voluntad de hierro para enfrentar las más duras situaciones, y comportarse como los héroes de ficción a los que dio vida enfrentando el mal a contracorriente.
A tal punto que también participó en el primer dibujo animado sonoro hecho en Cuba: “Napoleón el faraón de los sinsabores”, versión cinematográfica de la tira cómica que con el mismo nombre publicaba semanalmente “El País Gráfico”.
Sean estas breves líneas un sentido homenaje a quien podemos considerar el bisabuelo de Cecilín y Coty, de Elpidio Valdés, del Capitán Plín, ¿y por qué no?… Hasta de ¡Ay, Vecino!
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