Me he tomado la libertad de cambiar el “slogan” publicitario del juego en Cuba. Pues en lo que a mí y a mis antecesores respecta, nunca nos tocó.
La ansiada esperanza de hacerse rico de un solo golpe giraba siempre en un círculo vicioso que no conducía a ninguna parte. La fe era puesta en las patas de un caballo “pura sangre” o a la pericia de su diminuto jockey dando vueltas alrededor del óvalo en el Hipódromo. Otros con igual ilusión iban a probar su suerte en la pista del Cinódromo, (ambos en Marianao, “Ciudad que Progresa” según otro “slogan” de moda). Y por muchas vueltas que dieran galgos o podencos, no siempre se comprobaba que el potro o el perro eran los mejores amigos del hombre. Sobre todo si el escogido por usted perdía.
No había competencia deportiva que pudiera librarse de esos esféricos fatalismos. En las canchas del frontón Jai-Alai, la fortuna viajaba en forma de quiniela dentro de una pelota de tenis ponchada, que el apostador lanzaba a su contrapartida en las gradas.
Mientras, ocurría algo similar con la bola de beisbol en “La Tropical”: Allí Habanistas y Almendaristas que le ponían interés al juego, escenificaban con frecuencia una pelea de boxeo colectiva, al darse “pechuga” mutuamente.
En el ring de la “Arena Cristal” sucedía lo mismo tanto dentro como fuera del ring, y por la misma pechugona causa.
Se apostaba lo mismo a las patas de un caballo que a las llantas de un automóvil –ambos de carrera--. O a las chapas pares o nones de aquellos que no los eran pero transitaban raudos por las avenidas. Caridad era una viciosa tan fanática que siempre ponía su destino en las manos de las otras dos virtudes teologales. A saber: La fe y la esperanza: Como también en las tres CES de los zares de la bolita de entonces: Colón, Castillo, y Campanario.
Todo lo que rodara servía para alimentar la fe del incauto, como ese juego hogareño de la lotería, --a quilo la punta esquina y a medio el bingo--. Eran pasatiempos al menudeo de noches en familia, huérfanas de radio y televisión.
Ahora en cada cuadra hay un comité, antes en cada esquina existía una bodega, en cada bodega una vidrierita de tabacos y cigarros, y en cada vidriera lo menos que se vendía era nicotina. Lo más curioso era que, en ese diminuto mostrador resultaba imprescindible un teléfono; no para llamar a la Casa de Socorros como consecuencia de algún accidente, o a los bomberos en medio de un incendio, sino al Banco de la Charada, para pasar los números.
Se sabía que, a excepción de la Lotería Nacional, todo juego de azar estaba “prohibido” –el entrecomillado es nuestro—porque en realidad, usted solo ganaba si adivinaba el número de la suerte, pero en ese aguaje se mojaban los políticos, los inspectores, los capitanes de la estación de policía, los vigilantes de a pie, los de la perseguidora y hasta la Cuban Telephone Company de carambola. En fin, todos los guardianes de la Ley vivían en la ilegalidad.
Otra “víctima”, --también opinión nuestra muy particular--, era el apostador ¿peatón, pedáneo o pedestre?, a quien el banco daba una prima por cada incauto que cayera en sus redes. Este andarín Carvajal, debía estar provisto de ágiles piernas para dispararse como una bala si era sorprendido infraganti, pero también a prueba de balas debía ser su estómago, si quería digerir la lista de las apuestas antes de ser atrapado por la policía con las manos en la masa, es decir con la lista encima. En este caso las ilusiones materiales con que el pobre pensaba abonar su futuro, se convertían por obra y gracia de la digestión, también en abono, pero natural y concreto.
Por entonces, la charada estaba tan globalizada como la actual crisis sistémica del capitalismo, pues había la charada china, la india o hindú, la americana, y la matancera, entre otras. Su emblema era un chino en pijamas de cuyas ropas colgaban los “bichos”. A su status ilegal debemos agregar su carácter “cultural” –y siguen los entrecomillados—porque a cada tiro correspondía un verso, y cada bicho representaba un número, con la fantasía de que el verso no rimaba y el bicho podía ser biológico o no. Veamos:
Persona (3-Marinero).
Animal (4-Gato boca).
Cosa (25-Piedra fina).
El juego de azar era representado por un asiático, en cuya cabeza trotaba un caballo, o sea el uno. La mariposa que se le metía por la oreja derecha era el dos, y la cachimba humeante en su mano izquierda, el 36 o número final.
Ahora bien, si imaginativa era esta ilustración gráfica, mucho más era la interpretación que le daban los voceadores de aquellos versos que no tenían ni rima, ni pies, ni cabeza. Veamos la más famosa de todas por boca de su propio dueño asiático:
“Elefante que camina por los tejados y no rompe tejas”.
Si absurdo resulta el verso, mucho más el número que tiraban, pues el 23 (vapor), no es animal, no camina por los tejados, y mucho menos podía romper teja alguna. Este es un solo ejemplo.
Como si todo el relajo fuera poco, había otro banco tan lucrativo como los anteriores, pero más recatado, pues se instalaba en garitos, -- clandestinos, pero públicos como los baños,—donde no pocos clientes salían como el gallo de Morón, “Sin plumas y cacareando”. Este antro apelaba también a la ignorancia, al engaño, y a las falsas expectativas. Recordemos su pegajoso lema: “El banco pierde y se ríe, el punto gana y se va”...
Y yo respondía: ¡Ésa suerte loca, a mi nunca me toca! Como apunta esa “guaracha” más reciente: ¡Pura hipocresía!
El tema no se ha agotado, a la oficialísima Lotería Nacional, la conozco de atrás. Antigua como la vida misma, heredera de nuestros descubridores europeos, y con un “dossier” que no lo brinca un chivo. De ese “chivo” también hablaremos en próximos encuentros.
Por tanto, no podemos negar que el juego de azar en nuestro país, fue precursor de la realidad virtual de estos días, con el agravante de que se jugaba al duro y sin guante. Ingenuos aquellos que levantaban castillos en el aire, pobres diablos que veían la vida color de rosa, se embriagaban de sueños, se llenaban la cabeza de humo, o se les hacía la boca agua para caer noquedos por la dura realidad.
Era por tanto la interconexión de frustradas esperanzas, con ilusiones perdidas, aprovechadas por parásitos sociales, y enriquecimiento ilícito.
La verdadera suerte nos sonrió, en el alba de 1959 cuando… ¡Llegó el Comandante y mandó a parar!
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