Desde que el primer tren cubano traqueteara entre La Habana y Bejucal, el 19 de
noviembre de 1837, --once años antes que en la Metrópoli--, miles de
ellos han circulado sobre rieles en nuestro país hasta el día de hoy.
De ahí
que, siendo niño, allá por el machadato, empecé a extrañarme de que
hubiera otros trenes bien distintos.
Pondremos
solo tres ejemplos: El tren de lavado, el de pompas fúnebres, y el tren de
cantina. Como verán se trata de trenes sin rieles y pompas sin jabón.
En
primer lugar abordaremos los trenes de pompas fúnebres:
Lo que
hoy es un servicio gratuito, entonces era un buen negocio, a tal punto que no pocos libretistas del
“Alambra” en sus sainetes bautizaron a los establecimientos funerarios como “La Bien Pagá”.
La cosa
no era tan… tan.... Es cierto que en la vida real todas las funerarias, contaban
desde el más modesto servicio mortuorio hasta capillas de lujo, donde se sacaba
pasaje para el más allá al compás de marchas fúnebres y aire acondicionado
dentro del sarcófago. En época de la corneta era peor, pues los magnates de
cuello duro, leontina y guanajita echada, alquilaban lloronas y plañideras,
con las que el velorio se convertía casi en una zarzuela.
Pasemos pues, a otro tren, más nutritivo:
Se
trata del tren de cantina: Por lo general eran “paladares” ambulantes. O sea,
te llevaban diariamente la fonda a la puerta de la casa. Estos trenes –también
sin rodamiento--eran tripulados por amas de casa, con muchos vejigos que alimentar. Su único defecto
era que se excedían con la sal, porque te
la daban como ñapa en la bodega.
Sin
embargo, hay que reconocer que hacían maravillas con los fogones de carbón. Además,
reciclaban la ceniza para un subproducto: La caca del perro del vecino--que le
hacían –y todavía hacen-- la gracia en la acera al frente de la casa, lo cual era
funesto para un establecimiento gastronómico que se respetara. Si algo extraño
hoy en día son aquellas cocinas de doble propósito.
La
dueña del negocio, cuando no tenía un familiar joven a mano, alquilaba un
mensajero, capaz de resistir la infantería del medio día bajo el ardiente sol,
pues este servicio debía respetar sus horarios, competiendo en exactitud con
los itinerarios de los otros trenes. Es decir: los que salían de la Estación Terminal.
El
condumio era trasladado en cantinas consistentes en una percha de donde se
colgaban tres depósitos metálicos, precursores del actual “microwave”, donde
viajaban calienticos, por orden de llegada: El entrante, el plato fuerte y el
postre. La sopa casi siempre aguada, el arroz casi siempre blanco y los frijoles
tricolores—blancos, negros y colorados—pero casi siempre duros cuando se
trataba de chícharos.
Hemos
dejado para el final al tren de lavado. Un invento asiático, capaz de competir
en precios y eficiencia con la más sofisticada tintorería de lujo. Se
establecían en casas de puntal alto con varios cuartos donde se apiñaban
decenas de jóvenes que saludaban con una reverencia asiática y –un: --¡Bueno
lías! ¿Qué tu quiele pa mi?
Sin lugar
a dudas eran emigrantes del Lejano Oriente a los que todo el mundo llamaba Chino
Manila, y ninguno era filipino.
Aquello
funcionaba como una cooperativa de solteros sin hora de apertura, de almuerzo, cambio
de turno, o cerrado por inventario. La atmósfera del local siempre estaba
impregnada de olor a lejía, y caldeada por el vapor que emanaba de las planchas
de carbón.
Tal vez
por esa razón, se preservaban entre semana para salir el domingo en
pandilla hacia la zona de tolerancia, donde--preservativo en mano--condonar tanto
vapor acumulado.
Nadie
cobraba tan barato el servicio, ni dejaba la ropa tan blanca como ellos. Eran
expertos en planchar las guayaberas de hilo y dejar los cuellos de la camisa bien
almidonados. Hoy morirían de hambre con tanto pantalón pitusa, pullover negro, y
camisetas de poliéster a pesar del calentamiento global.
No se
les perdía una pieza entre cientos de ellas. Imagínense identificar los
calzoncillos matapasiones, todos iguales, todos blancos, todos de hilo. Y es
que su método era infalible: Utilizaban caracteres chinos indescifrables
trazados a pincel con tinta china indeleble, en lugares tan íntimos y remotos como
la propia China. Todavía debe haber alguno por ahí con la marca del Zorro
entrepiernas.
Otro
método infalible para que no se les extraviara una pieza, era ponérsela difícil
a los cacos, porque la ropa en el tren
de lavado era colgada en sus respectivos percheros, por lo menos a tres metros
de altura. Las varas que ellos utilizaban con ese fin de día, eran escondidas
de noche, y siempre había un perro cuidándoles el sueño para que no las
desaparecieran.
A veces
añoro el comercio chino de antaño como la fonda o el puesto de frutas del
barrio, donde la vianda se beneficiaba en horario extracurricular para amanecer
flamante en el viandero siempre de primera; allí todo era reciclable pues la
fruta de segunda se convertía por obra y gracia de la sorbetera en un rico
helado de frutas naturales, es decir, sin leche; también se nos ofrecían las
crujientes chicharritas, los bollitos de carita, y las majúas náufragas en
aceite hirviente.
Como
ven, son muchos los servicios que se han perdido al paso del tiempo. Con el
auge del trabajo por cuenta propia, tal vez podamos resucitar algunos de estos
serviciales trenes sin ruedas, siempre. que no sean como los actuales
carretilleros con ruedas de dudosa procedencia. Es decir: para abaratar costos,
mejorar ofertas, y desinflar plantillas… ¡Bienvenidos
sean!
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