(1923) La
cosa ocurrió siete años antes de mi nacimiento en 1930, cuando se rodó en
Hollywood la “Mayor epopeya americana que las pantallas hayan producido” slogan
que parece haber sido ideado para las actuales superproducciones en 3-D y
tecnicolor.
Era
un oeste titulado “La caravana de Oregón” con Tim Mac Coy en el rol principal,
quien a partir de ahí se robó el show durante décadas montando caballos o
repartiendo sopapos en la taberna del pueblo.
Sería
ocioso repetir que aquellas películas de vaqueros eran la comidilla para los
fiñes del barrio en las matinés dominicales del cine “Dora” en la calzada de
Luyanó; aunque no pudiéramos explicarnos el por qué no se le caía el sombrero a
Tim Mc Coy cuando montaba a caballo o se liaba a golpes con tres cuatreros y
dos pieles rojas a la vez. Hasta descubrir que su doble era calvo como bola de
billar.
Curiosamente
al artista se le conocía entonces como “el amigo de los indios”, por el dominio
de su idioma y costumbres.
En
la conferencia sobre películas del Far West celebrada en Sun Valley, Idaho
(1976) pasaron entre otras cintas del género, aquella famosa Caravana en blanco
y negro del 23.
Imagínense,
habían pasado 53 años y la risa colectiva de los espectadores hizo asomar más
de una lágrima en el rostro de aquel rudo y veterano cowboy del celuloide.
Cuenta
Rodolfo Santovenia en ORBE (17 a 23 de marzo 2007) que en ese momento un joven
actor se levantó de su asiento y declaró solemnemente que la película lo había
impresionado mucho. Su nombre: Clint Eastwood. El tiempo demostró bien temprano
su humanismo, buen gusto y valentía.
(1933) Una
segunda anécdota de mis incursiones infantiles por la sala oscura ocurrió con
apenas siete años y colarme en el mismo cine del barrio, donde se anunciaba una
película prohibida para menores y calificada de pornográfica por los mayores.
El filme de 1933 llevaba cuatro años en salas de estreno con gran éxito de taquilla,
pues en ella debutaba en pleno acto sexual la hermosísima Hedy Lamarr; una Venus
con cuerpo de ninfa, cabellera negra, soñadores ojos de esmeralda y para colmo desnuda:
¡Como para comérsela!.
Fue
mi primer éxtasis, coincidiendo con el título de la cinta, “Éxtasis”, también filmada
en blanco y negro.
Se
podrán imaginar cuántas veces tuve que contarla durante el recreo, en voz baja
y cuadro a cuadro, --como lo hace actualmente en la televisión Jorge Oliver--a
mis condiscípulos de primaria que no tuvieron la suerte que yo.
(1943) El
tercer acto y uno de los últimos de estas experiencias en blanco y negro me
cogió en plena adolescencia, a dos años escasos del fin de la Segunda Guerra
Mundial, tema de la película “Casablanca” donde compartieron
protagonismo la pareja de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en un conflicto
amoroso de pasión y renuncia, dadas las circunstancias de ese limbo de
persecución y muerte que constituía por entonces el enclave marroquí.
Michael
Curtiz, multipremiado director de la cinta, logró enmarcar el drama en un clima
sugerente, donde el huracán de pasiones corría bajo la superficie de este
maquiavélico café-bar americain.
El
Rick de Bogarth puede considerarse antológico por su aversión a cierta pieza
musical y a los nazis. Ambos me resultaron inolvidables: La melodía, como
recuerdo de un amor imposible con la impronta de Sam--su intérprete—por cierto,
copia al carbón de nuestro Bola de Nieve y ese encuentro entre Rick, un alto
comisionado del Reich y el capitán francés en Casablanca, cuando con evidente
intimidación se le pregunta por su nacionalidad y Rick les responde. –Soy
borracho. La respuesta cómplice de Claude Rains no podía ser más
elocuente: --Eso lo convierte en ciudadano del mundo.
A
partir de esa experiencia cinematográfica mis gustos cambiaron, fueron más
exigentes, se universalizaron con el Free Cinema británico, el Neorrealismo
italiano, la nueva Ola francesa, y hasta el cine soviético a pesar de sus
reiterados temas bélicos, pues realizaron algunas joyas como aquellas obras precursoras
de Serguei Eisenstein entre ellas “El Acorazado Potemkin” e
“Iván el terrible” o más acá en el tiempo, la memorable “Cuando
vuelan las cigüeñas” de 1958.
(2013)
Hoy no hay éxtasis de ese tipo como antes, ni existen las sutilezas verbales del
enclave morisco, ni los dobles de carne y hueso del Far West.
Nuestros
niños no tienen que salir de casa para ver de cerca, a cualquier hora del día o
de la noche, en colores y pantalla ancha de alta resolución, películas cuyo
contenido de violencia, sexo y lenguaje de adultos son cotidianos. ¡Prepárense,
pronto llegarán las de 3-D con sangre--mucha sangre-- vertida morbosamente a
chorros en su propia sala!
Aunque
parezca mentira, todavía añoro aquellas, donde la cinta de celuloide en blanco
y negro acentuaba el contraste dramático y el misterio.
Los
dobles eran tan remunerados económicamente como las propias divinidades del
Star System, por lo que se partían el pecho en cada toma.
Las
películas silentes tenían la virtud del silencio—según la genialidad de Fina
García Marrúz--, y el trucaje de los efectos especiales se enriquecía con la
magia de la artesanía.
El
baile y la danza eran tomados en largas secuencias de Fred Astaire o Gene Kelly–entre
otros--sin montajes artificiales de goma y tijera.
Las
naturales escenas panorámicas del Far West (backgrund) o las persecuciones automovilísticas
resultaban mucho más creíbles que catastróficas y menos costosas.
A
lo mejor me equivoco y las nuevas tecnologías digitales abaraten los costos y
nos alejen de tanta morbosidad, banalidad temática y oscurantismo medieval
aunque nos lo pinten de virtual, en un mundo más necesitado que nunca de paz,
amor y equilibrio. Pero para los gustos se hicieron los colores.
Hoy
tengo la opción de apretar el botón del mando, mandar el resto a freir
espárragos e irme a dormir. Que si lo hacía en el cine de antaño perdía los inolvidables
cinco centavos de la entrada y por tanto del pan con timba de la merienda.
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