El pasado 23 de enero se cumplieron sesenta
años del fallecimiento de Edvard Munch, el famoso pintor noruego a pocos meses
del derrumbe nazi-fascista—Berlín, mayo de 1945--régimen que tanto lo hiciera
sufrir a él y a su propio pueblo.
El artista de 81 años dejaba como patrimonio
a la capital Oslo, más de mil cuadros, quince mil grabados y 4,500 dibujos.
Entre ellos, seguro había más de una versión de su famosa obra “El
grito”. Y decimos esto porque se sabe que no era un solo cuadro, sino
una composición que desarrolló en diversas técnicas a través del tiempo. Confieso
que desde mi primer contacto con aquella imagen me impactó anímicamente.
El mismo describiría esa inspiración suya de
esta manera: “…Caminaba con dos amigos. De repente el sol se ocultó y me sentí un poco
triste. Sobre el fiordo de color azul-negro pesaba un cielo rojo-sangre, hecho
como con lenguas de fuego. Mis amigos continuaron caminando y yo, permanecí
detrás, solo, petrificado, temblando de angustia. Me pareció que un grito
poderoso e infinito recorría toda aquella naturaleza…”
Éste sería el leitmotiv casi perenne de
aquel sensible artista nacido el 12 de diciembre de 1863, pues desde su niñez misma
quedó marcado para siempre al perder a su madre víctima de la tisis, dejándolo en
la más completa orfandad junto a su hermana Sofia.
No terminó sus estudios en la Universidad Técnica
de Cristania (Oslo) dedicándose a su verdadera vocación artística y logró
becarse en la escuela de París alrededor de 1885. Por entonces le seguía los
pasos a Van Gogh, sólo diez años mayor, con quien compartía la cruzada por reflejar
sus vivencias anímicas personales frente a la superficialidad de las
apariencias visuales: Compartió experiencias entre el impresionismo plástico y
el expresionismo puro, cuya más completa manifestación era precisamente “El
grito”.
Regresa a la capital francesa diez años más
tarde, precedido del gran escándalo de la crítica que lo obligó a retirar su
muestra de 35 obras en la Unión
de Arquitectos de Berlín, a una semana escasa de su inauguración en 1892. Munch
es recibido más tarde en la
Ciudad Luz como portaestandarte del fauvismo francés del
momento con la serie “El friso de la vida”.
Continúa pintando durante el resto del siglo
XIX hasta que en 1908 una grave crisis nerviosa lo obliga a internarse en un
sanatorio danés del cual salió plenamente restablecido. Desde entonces se
estableció en su patria, segregada ya de Suecia tres años antes.
En 1909, le encargan una serie de murales
para el Aula Magna de la
Universidad de Oslo, donde de nuevo refleja el crudo
contraste del paisaje costero escandinavo y las pasiones del ser humano por
supervivir.
El artista nunca renunció a las
instituciones y movimientos más progresistas de la época. Lo demostró una vez más
durante la exposición suya de 1927 en Berlín. A tal punto que, aún siendo
noruego, su nombre fue incluido por la crítica hipócrita y reaccionaria de la
época, dentro del movimiento expresionista alemán
Una década más tarde, en la cúspide del
extremismo nazi-fascista y su consecuente cacería de brujas , las autoridades
le decomisaron a Munch 82 obras que se hallaban en colecciones privadas,
consideradas por Hitler como “arte degenerado”.
Antes de terminar, quisiera detenerme
brevemente frente a algunas de las copias impresas de “El grito” que han pasado
por mis manos en revistas y otras publicaciones afines ya que, personalmente me
ha sido imposible disfrutarlas in situ. Siempre me resultan
sobrecogedoras por la expresión aterradora del personaje central que desfila
frente a ese malecón parecido al nuestro de La Habana, y de ese alarido
que no se oye, pero que penetra por la vista para de la misma manera, hacernos
temblar.
No es el único caso en que haya
experimentado algo similar:
Alrededor de la década del 70 del pasado
siglo, en un intercambio cultural con la República Socialista
de Letonia, y estando hospedados en Riga, su capital, el maestro y director de
orquesta Félix Guerrero y yo, fuimos
invitados a participar en un concierto que se celebraría esa noche en la
catedral de Riga, con un repertorio de obras de Bach. Por entonces había cierto
movimiento renovador de la música con la fusión de lo cuto con lo popular que
dió en llamarse “Come-back”.
Lo curioso del caso es que dicho programa iba
a ser interpretado por un afamado tecladista letón, nada menos que en el órgano
más grande del mundo.
La entrada al templo fue de por sí
sobrecogedora, por sus enormes dimensiones y más de 200 butacas en el atrio.
Nos sentamos juntos y al sonar el primer acorde un estremecimiento telúrico
estremeció el piso; sentí un cosquilleo indescriptible y como si miles de
hormigas subieran por mis piernas erizándome la piel.
Sorprendido y nervioso, agarré al maestro
Guerrero por el brazo, mientras él, sin inmutarse me pedía silencio para
disfrutar el momento:
—¡Schssss, Blanquito, piensa que estás entrando en la Edad
Media…!
Ni la sensación que experimenté entonces, ni
la frase del destacado músico se me olvidarán. El oscurantismo, el terrorismo
ideológica, la novela gótica, el ambiente tortuoso de mazmorras y otros
engendros culturales del medievales son de larga data y pueden contaminarnos aún
hoy por diversas vías. Algunos como Guerrero--curados de espanto--lo disfrutan.
Otros--ingenuos como yo por entonces-- lo sufren.
La similitud entre el famoso grito de Munch
y la pieza de Bach interpretada al órgano, estriba en que ambos sonidos nos
entran por un conducto no acostumbrado--la vista y los pies--con un doble
efecto más aterrador aún.
Espero que esta modesta lección les haya
servido de alerta, ante tanta campaña de terrorismo mediático; efectos
especiales de alta fidelidad o 3-D, por tantos cuentos fantasmagóricos de hombres-lobos,
Dráculas o zombies; y no menos comunes amenazas de guerras preventivas,
atómicas o de las galaxias; invasiones mercenarias y catastrofismos.
¡Señores, la Edad
Media ya pasó!...
¡El tiempo de los bobos, se acabó!...
Música maestro: …
¡Vivir vivir… Bailar bailar… Gritar…Gozar… La la la la la!
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