En un trabajo anterior titulado DETROIT EN TRES TIEMPOS, nos referíamos a la reciente bancarrota de dicha ciudad--meca del
automovilismo yanqui-- y como consecuencia, la desaparición física de la marca
PONTIAC, cuyo emblema de la flecha rota rememora los antecedentes históricos
del indomable Pontiac, cacique de la tribu de los ottawas.
En el título hemos utilizado una variante de
aquella famosa novela del estadounidense James Fenimore Cooper “El
último de los mohicanos” escrita
en febrero de 1826 con curiosas ilustraciones de J.T.Merrill. El símil obedece precisamente
a que el argumento se sitúa en la
Guerra de los Siete Años, (1756 a 1763) también conocida como
la guerra franco-india que costó alrededor de un millón de muertos en varios lugares
del mundo. O sea, en el mismo marco histórico de nuestro objetivo, el jefe
Pontiac.
Tanto los mohicanos como los ottawas eran
tribus asentadas en el valle canadiense del río Hudson y por entonces aliadas a
los franceses contra los británicos.
El protagonista principal de la novela es Uncas,
hijo del cacique Chingachook. En la trama no muere, como tampoco su
congregación nativa desaparece, pues aún quedan descendientes en Winsconsin. El
título se refiere al último superviviente pura sangre de los Mohegans. No
ocurrió igual en la realidad con el otro héroe de carne y hueso, o sea el jefe
ottawa: Pontiac.
Sabemos que al final de la contienda bélica
el rey Luis XV renunció a favor del Reino Unido sus vastos territorios
canadienses con la firma en 1763 del Tratado de París. Documento por el cual también
se le restituía a España el codiciado puerto de la Habana a cambio de la Florida.
El jefe indio Pontiac había ganado gran prestigio
entre los suyos por su valentía y lealtad frente a los casacas rojas. En
venganza nuevas ordenanzas del Reino Unido permitían continuos desafueros y Pontiac
desenterró de nuevo el hacha de la guerra, para combatir a los grupos armados de
las Trece Colonias que diezmaban la población indígena sin respetar ancianos,
mujeres o niños.
Entre otras hazañas, el gobernador de Pennsilvania
firmó un decreto donde se ofrecían jugosos premios a quienes se presentaran con
scalps de pieles rojas. Este etnocidio duró varios meses hasta que se
tranquilizaran los carapálidas. Y así ocurrió, pero en el fondo, éstos nunca
perdonaron la firmeza y el arrojo del jefe Pontiac.
Así las cosas, una gran fiesta celebrada en la
primavera de 1769 en el caserío de Cahoquia (Illinois) sirvió de escenario para
la confabulación de sus enemigos. El llamado “Magnífico” por sus parciales fue
invitado. Esa misma noche, al terminar la ceremonia y retirarse todos a descansar,
una sombra se lanzó desde las ramas de un gran árbol. El puñal traidor de un
hermano de raza se enterró por seis veces en la anatomía de quien las balas y
bayonetas enemigas habían respetado tantas veces en el combate cuerpo a cuerpo.
Más tarde se supo que Mr. Williamson, un mercachifle
inglés había sido quien pagara al asesino por dicha hazaña como una operación
comercial más.
Tras el triunfo y la independencia de las
Trece Colonias, la implantación del sistema capitalista, la conquista del
Oeste, y una sangrienta guerra civil entre el Norte y el Sur, los Estados
Unidos de América arribaron al siglo XX con ínfulas imperiales, y nadie mejor
que nuestro José Martí lo pintó como el Gigante de las Siete Leguas, cuando
dijo: “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas…”
Es la misma nación que, en un
gesto de hipocresía, rindió honores al indomable cacique Pontiac, creando un
modelo automovilístico que por más de ochenta años ostentara en su logotipo la
flecha rota de los pueblos originarios en rebeldía y… Cuando vió en peligro sus
opulentas ganancias, con un operativo bursátil más, le dio muerte al otro Pontiac en 2010… ¡De nuevo a traición, claro!.
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