Lamentablemente no
pude participar en el coloquio que en su honor convocaron en esta ocasión los prestigiosos
intelectuales Esteban Llorach, Lidia Turner, Julio Llanes y Ramón Luis Herrera.
Pero quisiera unirme al tributo y ofrecerles a ustedes, mis fieles vecinos,
varias vivencias que tuve el privilegio y el placer de compartir con el autor
del “Romance
de la niña mala”.
A propósito he leído en ese propio libro que dicha niña mala no existió pues resulta una síntesis de tres alumnas de su escuelita en el central Narcisa de la cual tanto se ha dicho. Sobre esto agrego que en una ocasión, el propio Raúl me la presentó ya adulta, sin aclarar que fueran más de una.
A propósito he leído en ese propio libro que dicha niña mala no existió pues resulta una síntesis de tres alumnas de su escuelita en el central Narcisa de la cual tanto se ha dicho. Sobre esto agrego que en una ocasión, el propio Raúl me la presentó ya adulta, sin aclarar que fueran más de una.
Desde su temprana y
modesta aula rural, donde brindaba el pan de la enseñanza a los niños de batey de
dicho ingenio en Yaguajay, junto a su también joven colega Onelio Jorge
Cardoso, Raúl Ferrer siempre soñó con el perfeccionamiento de la enseñanza con
métodos más eficaces o algo por el estilo.
Años después entre
estrofa y estrofa descubrió a otro fabulador excepcional con el que también
compartió fantasías poéticas y objetivos políticos, el Indio Naborí.
Él era así: científico
y soñador, ocurrente y reflexivo, imaginativo y profundo a la vez, con una
agilidad mental inigualable. Un maestro en toda la extensión de la palabra. Su sentido
de la pedagogía tenía un antecedente lúdico que podía resumirse en esta frase
suya: “Lo que se aprende jugando, nunca se olvida”, de ahí el permanente combate que
mantuvo contra viejos criterios medievales como ése de la letra con la sangre entra, o el permanente
reproche a quienes mantenían el rígido concepto de que el niño iba al colegio a
aprender.
“No –decía--, el
niño viene a la escuela a aprender a hacer cosas”.
¿Qué son sino, cantar
en el coro, mejorar la ortografía con el dictado o realizar complejas
operaciones aritméticas?
También tuvo
discrepancias con colegas que a menudo confundían el deporte con el entretenimiento,
porque según él para este último no hacía falta estadios ni campos deportivos,
aunque cuando se practica de corazón, ambos se unan. Con jugar a los ceritos, o
recitar las cuatro reglas era ya suficiente. En eso más que educador, resultaba
un innovador.
En una oportunidad
gané un premio en el Salón Nacional de Humorismo de la UPEC, con su caricatura
personal. Lamentablemente no puedo mostrarla aquí, pues inmediatamente después
se la obsequié y por muchos años presidió la sala de su hogar situado en una
empinada calle de la Loma del Mazo de la Víbora. Según su jocosa directriz,
situada “Entre la ciencia y el arte”. Lo que muestro a
continuación es el boceto de la misma, tomada del trabajo titulado “Tributo
a Pablo este año” y publicado en una edición anterior del blog en enero
de este mismo 2015. A él se deben las iniciativas
de transformar la página de pasatiempos en PALANTE con proposiciones más
originales que el compañero Yáñez puso en práctica, así como la constante ayuda
a la sección campesina “Dímelo Cantando” del semanario donde
Raúl--el poeta—también era un maestro. ¿Y qué me dicen los que lo conocieron jugando
con los números en su despacho del Ministerio de Educación, con el ejercicio
del cero frío y la guitarra colgada junto al pizarrón?
Sencillamente que
Raúl era impredecible y había experimentado esto en carne propia desde los
tiempos difíciles de la seudo república en su modesta escuelita rural y fue
consecuente con ello. De sus románticas aventuras en el lugar, les recomiendo
acudir al libro de cuentos del colega Julio M. Llanes, precisamente por su
condición de alumno en aquel plantel donde aprendió las primeras letras aquella
“Niña
Mala” que le da título a la obra, y que junto a la simpática “Vaquita
Pijirigüa” popularizó musicalmente su sobrino Pedro Luis Ferrer aquí también
caricaturizado.
Paradójicamente, allá
en la primera mitad del pasado siglo, época en que la palabra ¿futivarse?
estaba de moda, a veces escapábamos del amodorramiento docente para refugiarnos
en pitenes de pelota de goma y de trapo, o las mesas de billar aledañas a la
Esquina de Toyo, todo ello a espaldas de nuestros padres y maestros.
Mientras, allá en ese rinconcito de la campíña espirituana a menudo ocurrían cosas totalmente distintas, como la siguiente:
El maestro rural Raúl Ferrer, a caballo por el trillo que conduce a la escuela, ve a un padre doblado en el surco bajo el sol mañanero y le pregunta:
Mientras, allá en ese rinconcito de la campíña espirituana a menudo ocurrían cosas totalmente distintas, como la siguiente:
El maestro rural Raúl Ferrer, a caballo por el trillo que conduce a la escuela, ve a un padre doblado en el surco bajo el sol mañanero y le pregunta:
“--¡Fulano!–se me olvidó el nombre— ¿Qué pasa que tu hijo no ha ido a clase
esta semana?”
La respuesta no se
hizo esperar:
“Lo tengo castigado
por portarse mal”.
Increíble anécdota
si no la hubiese oído de sus propios labios. Y es que las clases de Raúl y
Onelio tenían ese sabor a caramelo lúdico que maravillaba a los niños, y que
desgraciadamente, a golpes de solemnidad, retórica, y rigidez, han perdido hoy su
encanto.
No sé si estas
características estaban ya presentes en el ADN de ambos, o era producto del
ambiente familiar suyo, pues en el entorno hogareño crecían siete hermanos,
cuatro varones y tres hembritas: Raúl, Rogelio, Rafael, Rodolfo, Raquel, etc.,
etc., -–quienes para juguetear firmaban R.F.-- y también estaban dotados de las
mismas virtudes: Alegría contagiosa, agilidad mental, mezcla de veta artística
y rigurosidad científica. Es decir, que todos tenían algo de músicos, poetas
y locos, en el mejor sentido de la palabra.
Extrovertido hasta
el cansancio, la explosividad de Raúl Ferrer lo diferenciaba de Onelio y Nabori--más
pausados, y medidos--, sin embargo a pesar de diferencias y temperamentos, una
química rara los unía, el amor a la docencia, el acercamiento a la ética
martiana, la lucha por la justicia social, y la inclaudicable militancia
revolucionaria, todo ello matizado por un optimismo contagioso e inagotable.
Para finalizar les
cuento uno de los últimos episodios de su vida que me marcaron para siempre:
Raúl, ya septuagenario
y enfermo, estuvo asesorando la Campaña de Alfabetización en Nicaragua durante
un par de años. Regresó al finalizar la misma, más o menos en el mes de
septiembre, y bastante delicado de salud, a tal punto de que bajó del avión en
camilla y tuvo que ser ingresado en el Instituto de Cardiología, de Paseo y 17,
en el Vedado.
Allí fui a verlo
varias veces y después, durante su convalecencia en su propio hogar de la
Víbora. Dos meses después-–principio de diciembre-- me llama por teléfono para
invitarme una vez más a las Parrandas de Yaguajay, adonde lo había acompañado en
los últimos años junto a su querida Raquel. Me sorprendió esa imprevista cita teniendo
en cuenta las condiciones físicas en que había regresado a Cuba, y decline la
invitación con cierto reproche por tan temeraria aventura de fin de año.
Recibí un silencio sepulcral como respuesta… Tras varios segundos de meditación me dice:
“ --Blanco, últimamente te has vuelto un poco conservador”.
Como se podrán imaginar, no pude negarme a tal convocatoria y lo acompañé.
Recibí un silencio sepulcral como respuesta… Tras varios segundos de meditación me dice:
“ --Blanco, últimamente te has vuelto un poco conservador”.
Como se podrán imaginar, no pude negarme a tal convocatoria y lo acompañé.
Al año siguiente el
destacado poeta y pedagogo fallecía. Aquella frase escuchada a través del hilo
telefónico, tal vez resuma la personalidad y la imagen que me quedó impresa para
siempre de la persona a la que nos hemos venido refiriendo y que yo,
humildemente considero. Mi personaje inolvidable, en esta nueva versión mía de “El
retorno del maestro” en su Centenario.
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