Algunos de mis más cercanos
vecinos me han sugerido escribir mis experiencias. En realidad, no considero
reunir suficientes merecimientos para ello. Soy un simple octogenario de a pie.
De esos que nunca tuvieron automóvil propio, pero
con suficiente autoestima para poder conquistar cierta autonomía
económica, sin convertirme por ello en un autómata, más bien
realizarme como ser social, y aunque me considere con autoridad suficiente
para dar a conocer mi autobiografía, sin
reclamar derecho autoral alguno, prefiero comenzar con esta autocrítica
antes de que me hagan la autopsia. He aquí pues mis
autorizados diez mandamientos.
Sí señor, hay que reconocer los
errores propios para entender los ajenos.
Admito que fui un niño ingenuo.
Chiquito y feo, pero me las creía todas. Obediente a las enseñanzas paternas,
aplicado en la instrucción primaria, fanático de los cómics, del cine de
aventuras y otros cuentos de camino. Incluso, crecí creyendo a pie juntillas
toda la papilla manipuladora de la publicidad al uso: “Que Rina era duro, duro de
verdad…” “Que usted también podía tener un Buick…” y hasta…“Que Mejor Mejora
Mejoral…” Todo eso envuelto en papel celofán o de regalo y con un
pegajoso jingle musical de fondo.
¿Habrá ser humano capaz de escapar
a tamaña encerrona mediática?
Sí, debo confesar que a mi me llegó
la hora del cuajo, cuando al traspasar las puertas del bozo facial –o sea de la
inocencia a la adolescencia--, me vi huérfano de padre trabajador y madre ama
de casa.
Ahí empezó mi huérfano peregrinar
por el camino de la suspicacia: Me vi lento y sudoroso en el vía crucis de la
calle Desamparados en la Habana Vieja. Por allí tuve que transitar muchas veces
de una imprenta a otra empujando una carretilla repleta de lingotes de plomo; carga
pesada tres veces mayor que mi peso corporal.
¿Y por qué…? Tuve mis dudas, pero
pronto la realidad me las aclaró:
Sencillamente porque según la
Internacional, todos los proletarios del mundo debían unirse y aportar un por
ciento de sus salarios para la seguridad social. Pero cuando les llegaba la
hora del cuajo, es decir de la jubilación, se enteraban de que la Caja del Retiro
había sido desfalcada por los propios dirigentes sindicales del mujalismo--como
ocurrió con el fallecimiento de mi padre—cuando mi mamá y yo nos quedamos sin
pensión alguna, es decir: En la calle y sin llavín.
Aún así, todavía no me consideraba
un volteriano integral: Tuve que comprobar lo aprendido en las clases de anatomía,
que en todo organismo vivo su piel o su corteza es solo la envoltura, no el
producto. La cáscara guarda el palo. Además filosóficamente hablando, todo
fenómeno aparenta algo, pero lo fundamental es su esencia.
¿Y qué pasaba?
Pues, que si dicha cáscara—pigmentación
humana--no se correspondía con los cánones Made in Hollywood, difícil que pudiera
poner—si hombre-locutor--la cara para un programa de televisión--o si mujer-dependienta--atender
a la clientela tras el mostrador de una tienda de Encanto a Precios
Fijos en Flogar. A lo sumo, él debía pasar en off a la radio, y a
ella le quedaba la opción de alguna plaza en tiendecillas de poca monta, como El
Machetazo o El Cañonazo, de la calle Monte, con las populares
ventas-quemazón. Es decir: Gangas de diez pesos rebajadas a $9.99.
A veces escapaban aquellos cuyos
antepasados tuvieron el privilegio de blanquearles el pedigree camino hacia el futuro--ya
oficialmente o en concubinato--. Aún así, a cada rato algún chuzco te
preguntaba: --¿Y tu abuela dónde está? Donde también asomaba la oreja
peluda del machismo:
¿Por qué no tu abuelo en
vez de abuela?
Si yo hombre, masculino y lógicamente
también machista, sufría esas consecuencias. ¿Qué podíamos dejar para las
compañeras víctima de una tripe discriminación por mujer, negra y
revolucionaria: ¡Jamás un signo de multiplicar dividió tanto!
Así las cosas, entré al Reino de
este Mundo por las puertas del agnosticismo. No creía ni en “mimismo” como
diría más tarde el hipócrita de Lindoro por televisión.
Comprendo que este pensamiento tan
radical es malo, pero ¿qué le vamos a hacer? ¿Acaso Don Tomás Estrada Palma, Don
José Miguel Gómez, Don Mario García Menocal o Don Gerardo Machado y similares? Todos
ellos caracterizados como--Generales y Doctores— con grados obtenidos en las
Guerras de Independencia: ¿No fueron los primeros paniaguados de la República
mediatizada?
Recordemos a Bolívar al final de
sus días, crucificado por algunos de sus más cercanos colaboradores incluyendo
aquel Santo-traidor de apellido Santander.
Hasta de las telenovelas se
aprende: ¿Cómo surgió aquel Señorito Malta en “Roque Santeiro”
sino del caudillismo brasileño que parió no pocos coroneles cabalgando sobre
las espaldas de Tiradentes?
¿En quien confiar? ¿A qué
atenernos?
Vayamos en sentido contrario según
las lúcidas enseñanzas del Maestro…”Ser cultos para ser libres”
Es cierto, la ignorancia mata a
los hombres. Pero…¿Acaso el desarrollo científico-técnico actual no amenaza a
los pueblos sino a toda la humanidad en solo segundos atómicos? Sabemos cuál es
la causa, Fidel lo dijo en la ONU: “Cese la filosofía del despojo y cesará la
filosofía de la guerra”.
¿Son o no las contiendas bélicas
productos de la cultura misma unida a la ambición de los hombres? El genial
Einstein al final de sus días, sin renunciar a sus descubrimientos, dudó del
debido uso que se les daba a los mismos. Hoy divulgamos y hasta adoramos los
Premios Nobel de la Paz. ¿Cuántos de los que lo ostentan realmente se los
ganaron? ¿Y la dinamita que tanta riqueza le proporcionó al supuesto benefactor,
no ha destripado millones de vidas?
Tengo suficientes razones para ser
receloso. Pero aún así sigo siendo optimista: Juro por mi Dios–-el Yin y el
Yan—que creo en el equilibrio del mundo. Si para algunos existe el Dios y el
Diablo, lógico que haya seres humanos buenos, malos y hasta ni fu ni fa.
El agnóstico que aún pudiera
vegetar en mis más viejas neuronas indica que, todo muy bien, que por eso se
luchó, que hemos avanzado más de lo que habíamos soñado, que los niños son el
futuro del mundo, y que nuestra juventud continuará la obra de la Revolución,
que la cultura nos hará más libres, pero no debemos abandonar tampoco el taller
de producir, de crear riquezas; en fin, no dejemos que se oxiden las
herramientas olvidadas en un rincón, ni el fusil para defenderlas.
Porque el trabajo es la fuente de
todas las riquezas y el capitalista es su peor enemigo—del trabajo--no de las
riquezas; así como los parásitos sociales sus mejores aliados, pues resultan
burgueses en potencia.
Me pongo de ejemplo: Cuando ya octogenario,
pluma en mano me inclino sobre la mesa de dibujo, o frente al teclado de la
computadora, se me olvida el reuma, todos los achaques y las tragedias
existenciales. No sé si seré recompensado por ello. Soy yo y mi obra, o el
campesino y la suya, que la siembra, la abona, la cultiva, la ve crecer y
desarrollarse a golpe de azada y sudor.
¿Y qué decir del taller lleno de
inhalaciones de plomo que dejé atrás con mis sueños de juventud? Soy feliz,
porque ya no existen aquellos dinosaurios antediluvianos llamados linotipos y
veo a mis hijos, mis nietos y hasta bisnietos haciendo tal vez similares
trabajos, pero más humanizados, digitalizándolos, sin toxinas ambientales, y
sin las tres DES de las desgracias: El despido, el desalojo y el desahucio.
Pero eso no cayó del cielo. Eso se
luchó, y por mucho más tiempo del que muchos pensaron. Recuerden que los ricos
siempre serán minoría y que el poder corrompe cuando se ejerce con prepotencia
y egoísmo—es decir--cuando se practica a espaldas del pueblo. Regresemos pues a
ese indeseable personaje llamado Lindoro--cuando se va inflado y solitario en
su automóvil con el timón entre las manos y a fuerza de ver pasar las señales
del tránsito a velocidad supersónica, se olvida del bosque. Tiene y debe bajarse
de esa nube y también del auto para caminarlo a pie--de paso se baja también de
peso—pero con ello se adquiere agilidad y salud. Es en ese obeso cuadro donde
se pierden algunos cuadros.
Por experiencia propia durante
años al frente de un equipo altamente competitivo, vi como envejecían los mejores
expertos sin un aprendiz al lado para heredar sus experiencias ni recibir el
relevo oportuno en el taller de la vida. Fue un bache muy difícil de cubrir más
tarde. Tampoco creo en el paternalismo: Los jóvenes deben ver y escuchar mucho,
para competir con los de más experiencia mediante la superación permanente. Saber
que lo que más duele es ver al ídolo caído. Tengo más de 80 años pero no creo
en eso de que…”…Ausencia quiere decir olvido..”. El exótico ejemplo del “Buenavista
Social Club” no debería repetirse nunca más. Debiéramos redescubrirnos
a diario sin intervenciones foráneas.
Por otro lado, el novato, el
bisoño, el prospecto, es como un hijo, un nieto, un diamante en bruto y debe
pulirse en el taller de la vida para que brille con más esplendor. Donde se aprende
de verdad es en la competitividad. Al luchar en igualdad de condiciones, la
experiencia ajena ayuda a combatir las deficiencias propias. La emulación sin
una verdadera recompensa resulta también una simulación. Quisimos dulcificar el
vocablo y nos hemos dado cuenta de que aunque los mediocres se conformen con
poco, causan grandes daños con su mal ejemplo.
Quien no respete los verdaderos valores
y quiera escalar por encima de ellos tentados por la avaricia, la codicia, la
ambición, la usura o el egoísmo--que para el caso es lo mismo—a la larga, la
vida le pasará la cuenta y jamás será feliz, por mucho protagonismo que pretenda
aunque de momento lo encumbre. De allá arriba la caída es más fuerte y por
tanto duele más.
Estas reflexiones me vienen a la
mente tras las deliberaciones de la Segunda Cumbre de la CELAC celebrada en
nuestro país a principios de año, la cual demostró una vez más que en la unión
está la fuerza y que Nuestra América se acerca cada vez más a la Patria Grande
que soñó Bolívar y lo secundara tan sabiamente nuestro Apóstol José Martí. Pero
que el enemigo-–ese que no perdona—nos acecha peligrosamente, es más taimado
que nunca, incluso enmascarándose en un diminuto e “inocente” ZunZuneo
esperando el menor desliz para atacarnos a la menor señal de debilidad. De ahí
que les haya brindado esta--mi autocrítica--en vez de
nuestra autopsia.
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