Que yo sepa, nadie escoge el lugar de nacimiento. Si su cuna va a ser en un pesebre o forrada de oro. Qué padres tiene, o cuál es el color de piel que va a cubrir su anatomía de por vida.
Yo, por ejemplo, soy hijo de cubana y asturiano. Salí tirando más al Caribe que a España. Pero vivo orgulloso de mi color, de mis progenitores y de mi patria. Hay otros que no sé aún por qué Martí los llamó sietemesinos.
Nos hemos caracterizado por el choteo criollo, y tenemos que acostumbrarnos a vivir con esa pegajosa actitud. No perder la tabla y dejar que la chacota nos resbale. Pero hay veces que… ¡Por favor!
Recientemente alguien quiso adjudicarme cierta inclinación promiscua al preguntarme: ¿Blanco, todas esas damas de Blanco son tus mujeres? Tal vez años atrás los arrestos juveniles hubieran coqueteado con la acusación, pero… ¿Ahora, frisando los 80? -¡Nié!-, como dirían antes los soviéticos y ahora los rusos.
En primer lugar, tengo una sola y me basta; en segundo, nada que ver con esas respetables señoras que se pasean por nuestras calles principales vestidas de blanco cuando hay periodistas y diplomáticos extranjeros cerca.
Son las mismas que antes lo hacían, o soñaban hacerlo, en dirección a los “Tea party” o los “Fashion show” del Vedado o Miramar, y que de reojo miraban a este jovenzuelo de pigmentación indefinida, como gustéis recordarme, pues según la clasificación popular había el blanco puro, el blanco leche, el blanco sucio, incluso aquella pigmentación identificada como blanconazo.
Para ellas y ellos yo era solo blanco de apellido.
Porque hasta en eso del color eran selectivas y discriminadoras esas que hoy visten de blanco, tienen los bolsillos llenos de verde, y escogen el negro para enarbolar su bandera de lucha.
Volviendo a mis ancestros: Mi madre quiso con delirio a mi padre, y guardó riguroso luto durante dos años, tras su fallecimiento. No he podido borrar de mi mente esa imagen de fidelidad compuesta por velo, refajo, vestido, medias y hasta zapatos color azabache, en medio de nuestros infernales veranos; tal vez obligada por una tradición machista que permitía a los varones mostrar su dolor con un simple brazalete negro.
Así que ni siquiera por la costumbre el blanco significaba pena o dolor; en tal caso era símbolo de pureza y en este siglo XXI que ha comenzado a gatear, me parece que son como dijera la canción: “Pura vestimenta”.
En cuanto al hecho de quitarse voluntariamente la vida. Discrepo con las re-putadas damas y los honorables eurodi-putados: Cuba no aparece entre los primeros lugares del mundo en suicidios per-cápita. Son precisamente los financistas del albo desfile quienes derrochan por ¿decenas, cientos? eso que ellos describen como efectos del “shock postraumático” en sus propios veteranos de Irak, o Afganistán… Y ¿miles, millones? de daños colaterales en los presuntos terroristas nativos.
De que lo sentimos todos, no le quepa la menor duda a nadie, y mucho menos a esas manifestantes inmaculadas. Pero que a estas alturas quieran coger a la Revolución Cubana de “chivo expiatorio” para sus propias cagarrutas universales va mucho trecho. Lo más natural del mundo es la vida y la muerte. El día que nos toque acompañar a esta última, voluntaria o involuntariamente, hagámoslo con dignidad, sin reproches, sin hipocresías. Preferible es morir limpio, aunque sea blanconazo; que ser recordado embarrado en sus propias excrecencias mercenarias.
Acabo de leer que en medio del Siglo XIX, el cubano Pablo Lafargue, yerno de Carlos Marx y promotor del Primero de Mayo como el Día de los Trabajadores, murió en un pacto suicida con su esposa, sencillamente porque no querían llegar a viejos. O sea, que de motivaciones están llenos los cementerios.
Y más cerca aún: Para el próximo mes de mayo les prometo dedicarle un espacio en este blog a un íntimo amigo, joven, simpático y bromista. Firmaba Pecruz. Era uno de los más destacados caricaturistas cubanos, y periodista multifacético, que cuando más le sonreía el éxito profesional, optó por quitarse la vida, sin que trascendiera más allá de sus íntimos y familiares.
De eso en detalle les contaré a ustedes mis queridos vecinos. ¿Y por qué no? A esas “compungidas” damas de blanco.
Yo, por ejemplo, soy hijo de cubana y asturiano. Salí tirando más al Caribe que a España. Pero vivo orgulloso de mi color, de mis progenitores y de mi patria. Hay otros que no sé aún por qué Martí los llamó sietemesinos.
Nos hemos caracterizado por el choteo criollo, y tenemos que acostumbrarnos a vivir con esa pegajosa actitud. No perder la tabla y dejar que la chacota nos resbale. Pero hay veces que… ¡Por favor!
Recientemente alguien quiso adjudicarme cierta inclinación promiscua al preguntarme: ¿Blanco, todas esas damas de Blanco son tus mujeres? Tal vez años atrás los arrestos juveniles hubieran coqueteado con la acusación, pero… ¿Ahora, frisando los 80? -¡Nié!-, como dirían antes los soviéticos y ahora los rusos.
En primer lugar, tengo una sola y me basta; en segundo, nada que ver con esas respetables señoras que se pasean por nuestras calles principales vestidas de blanco cuando hay periodistas y diplomáticos extranjeros cerca.
Son las mismas que antes lo hacían, o soñaban hacerlo, en dirección a los “Tea party” o los “Fashion show” del Vedado o Miramar, y que de reojo miraban a este jovenzuelo de pigmentación indefinida, como gustéis recordarme, pues según la clasificación popular había el blanco puro, el blanco leche, el blanco sucio, incluso aquella pigmentación identificada como blanconazo.
Para ellas y ellos yo era solo blanco de apellido.
Porque hasta en eso del color eran selectivas y discriminadoras esas que hoy visten de blanco, tienen los bolsillos llenos de verde, y escogen el negro para enarbolar su bandera de lucha.
Volviendo a mis ancestros: Mi madre quiso con delirio a mi padre, y guardó riguroso luto durante dos años, tras su fallecimiento. No he podido borrar de mi mente esa imagen de fidelidad compuesta por velo, refajo, vestido, medias y hasta zapatos color azabache, en medio de nuestros infernales veranos; tal vez obligada por una tradición machista que permitía a los varones mostrar su dolor con un simple brazalete negro.
Así que ni siquiera por la costumbre el blanco significaba pena o dolor; en tal caso era símbolo de pureza y en este siglo XXI que ha comenzado a gatear, me parece que son como dijera la canción: “Pura vestimenta”.
En cuanto al hecho de quitarse voluntariamente la vida. Discrepo con las re-putadas damas y los honorables eurodi-putados: Cuba no aparece entre los primeros lugares del mundo en suicidios per-cápita. Son precisamente los financistas del albo desfile quienes derrochan por ¿decenas, cientos? eso que ellos describen como efectos del “shock postraumático” en sus propios veteranos de Irak, o Afganistán… Y ¿miles, millones? de daños colaterales en los presuntos terroristas nativos.
De que lo sentimos todos, no le quepa la menor duda a nadie, y mucho menos a esas manifestantes inmaculadas. Pero que a estas alturas quieran coger a la Revolución Cubana de “chivo expiatorio” para sus propias cagarrutas universales va mucho trecho. Lo más natural del mundo es la vida y la muerte. El día que nos toque acompañar a esta última, voluntaria o involuntariamente, hagámoslo con dignidad, sin reproches, sin hipocresías. Preferible es morir limpio, aunque sea blanconazo; que ser recordado embarrado en sus propias excrecencias mercenarias.
Acabo de leer que en medio del Siglo XIX, el cubano Pablo Lafargue, yerno de Carlos Marx y promotor del Primero de Mayo como el Día de los Trabajadores, murió en un pacto suicida con su esposa, sencillamente porque no querían llegar a viejos. O sea, que de motivaciones están llenos los cementerios.
Y más cerca aún: Para el próximo mes de mayo les prometo dedicarle un espacio en este blog a un íntimo amigo, joven, simpático y bromista. Firmaba Pecruz. Era uno de los más destacados caricaturistas cubanos, y periodista multifacético, que cuando más le sonreía el éxito profesional, optó por quitarse la vida, sin que trascendiera más allá de sus íntimos y familiares.
De eso en detalle les contaré a ustedes mis queridos vecinos. ¿Y por qué no? A esas “compungidas” damas de blanco.
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