En la siguiente etapa de 2011, pude recopilar algunas remembranzas de mi niñez allá por los años 40 del pasado siglo. Encabecé la saga costumbrista como “El Marañón”, pensando tal vez presentarla como libreto para la radio, pues rendía tributo a una graciosa guaracha cuya letra decía más o menos así:
“Cuando yo era chiquitico y del mamey,
y del mango me chupaba la semilla.
Ahora que soy marañón…”.
En estos comienzos del 2012, me viene a la mente otra serie en este año olímpico y bisiesto; la inicio bajo el título “Detrás de la antorcha”. ¡Así que prepárense al maratón de curiosidades y maldades que les tengo preparadas en este estadio!
Todos saben que los Juegos Olímpicos comienzan con el recorrido de la antorcha hasta encender el pebetero. Sus antecedentes van mucho más allá de los Juegos Panhelénicos en la Antigua Grecia, cuando los primitivos descendientes del mono se vieron en la necesidad de salir de la cueva a buscarse los frijoles.
Como entonces aún eran cazadores y recolectores, eso significaba echarse el mazo al hombro y machucar a la primera bestia que se le atravesara en el camino. Pero, la carne cruda le sabía mal y se vio en la necesidad de descubrir el fuego, y con él la antorcha que le iluminó sus prehistóricas noches cavernarias.
Coincidiendo con estos propósitos nos llegó la convocatoria a la inauguración de la Exposición Ecologista “Dinosaurios en el Parque” que a partir del 5 de abril abrió sus puertas en el Parque Metropolitano (antiguo Almendares) de la capital. Allá se fueron mi nieto --y mi bisnieto de seis añitos--, para ver de cerca, y hasta tocar los 34 dinosaurios animatrónicos a escala, y conocerán de sus hábitos alimenticios y forma de vida, entre otras muchas ofertas igualmente didácticas
Un motivo más para acometer la tarea de reportar aquellos primeros enfrentamientos entre bestias,--humanas o no, pero ambas primitivas— como antecedentes de los llamados Juegos Olímpicos.
Muchas veces el pitecantropus erectus tuvo que correr los cien metros planos delante de un enfurecido mamut, o los doscientos con obstáculos para no ser alcanzado por otro peor: el tiranosaurio jurásico de Spielberg.
Como entre salto y salto el cromañón perdió la macana, al llegar a la orilla del río sólo le quedaban dos opciones, o moría devorado por el bicho, o se ahogaba. Optó por esto último y… ¡Aprendió a nadar! Los estilos vendrían después: mariposa, de pecho, de relevo, etc.
Más adelante, y gracias a sus neuronas, al hombre de Neanderthal se le encendió la chispa: Con el fuego fundió los metales, y se hizo de armas blancas. Paradójicamente, las de fuego tardaron muchos siglos más en dispararse.
Hoy las medallas son de oro, plata o bronce, según el lugar que el atleta ocupe en el podio. Antiguamente, entre aquellos primitivos instrumentos de combate de la Edad del Hierro o del Cobre, --el cuchillo, la espada, o el florete--, el más decisivo fue el sable; único capaz de enfrentarlo al tigre diente de ídem, el más peligroso de todos los felinos y uno de los antecesores del colmilludo conde Drácula.
Hasta aquí hemos recordado las especialidades de pista, no las de campo: Los primeros lanzamientos de que se tienen noticia no fueron la bala, el martillo, o el disco, sino el pedrusco.
Este bestial atleta primitivo, en la medida que se acercaba a un rival con mejor somatotipo, corría mayor peligro, e incluso la pedrada no era siempre mortal, por lo que les dio filo y esmeril hasta lograr que surgieron las primeras lanzas pedernales pero de corto alcance. Cuando inventó el arco vio cómo la flecha –aunque flaca y pequeñita— se desplazaba mucho más lejos y rápido para dar en el blanco, que por aquellos tiempos era peludo y movible. La ballesta tiene otra historia vinculada más a la conquista que a la subsistencia.
La representación gráfica descubierta en cuevas prehistóricas, dan cuenta que las fieras de entonces eran más veloces que las actuales, porque los cuadrúpedos tenían cinco patas, y no hay quien me haga creer que la pintura rupestre de aquellos artistas primitivos fuera el antecedente del dibujo animado en bruto.
Pero el tiempo, la distancia y los glaciares produjeron las emigraciones, costumbres, etnias, religiones y otras diferencias bíblicas entre los seres humanos. Por eso, siglos después de conocerse los Juegos Olímpicos, también los colonizadores del Nuevo Mundo, descubrieron que los nativos cubanos -–indios para ellos—ya jugaban en las islas una especie de beisbol que llamaban batos en lengua originaria. Para ellos, aficionados a los toros y al fútbol, resultaba un deporte incomprensible y bárbaro. de ahí la expresión castiza de --¡OLÉÉÉ!
Poco después, cuando Pizarro pisó y de paso violó el continente vírgen, se sorprendió al ver un partido de baloncesto en los Juegos Deportivos Precolombinos entre los Aztecas de Quetzalcoalt y los Toltecas de Xocolt.
Según ellos-- los intrusos--, estos encuentros se consideraron salvajes pues, a los derrotados por más de diez canastas, se les practicaba una incisión en el tórax para sacarle el corazón y comérselo aún palpitante. Desmemoriados que eran los conquistadores, --fanáticos de las lidias de toros--, por el contrario se comían los despreciables despojos del miura: Es decir rabo y orejas.
A la larga hubo de eliminarse esa fea costumbre mexicana, y los soldados de Pizarro, conocidos por “pizarrones”, tuvieron la corazonada de suspender esa mortal costumbre, pues en la medida en que avanzaba la temporada iban quedándose sin los mejores “pibots”. Las lidias en Cuba corrieron la misma suerte siglos después, porque los criollos somos repelentes a los “tarros”.
Estos son sólo algunos antecedentes de las Olimpiadas, en versión libre de este humilde cronista deportivo tras minuciosa tarea de desapolillar archivos, en memoria a ese grande que fue Guillermo Lagarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario