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26 may 2012

DETRAS DE LA ANTORCHA (IV PARTE)

Culminado en la pasada edición el agotador recorrido por la maratónica iconografía de las primeras olimpiadas de los tiempos modernos, nos encontramos a este señor tan peculiarmente vestido en posición desafiante ante nuestra pifia por dejarlo abandonado en el fondo de la gaveta. Con razón,  Louis Spiridione, pastor griego, fue  el ganador de la primera carrera de fondo en Atenas, en 1896.
No podíamos comenzar esta nueva etapa sin reconocerle el mérito a él y pedir disculpas a ustedes, mis amables vecinos. Volvamos pues a nuestros puestos  para esperar el disparo de arrancada.
Debemos aclarar que aquellas primeras competencias de 1896 se celebraron gracias a los titánicos esfuerzos del barón francés Pierre de Coubertin, admirador de la civilización helénica y del deporte. Por tanto fue un convencido seguidor de sus principios, y se opuso a cualquier iniciativa que modificara sus regulaciones. Tal vez esa fuera la causa de que se negara repetidamente  a la participación femenina en dichos Juegos, y no el “machismo” o la violencia de género, tan vapuleada en los tiempos actuales.
Con estas necesarias premisas acometemos la tarea de abordar la cita deportiva inicial de 1896, que  se diferenciaba bastante de las actuales, pues  a ella solo asistieron 285 atletas de trece países; cifra comparable a la delegación cubana que posiblemente asista  a la  próxima cita pactada para Londres el próximo mes de julio-agosto.
En primer lugar, las competencias de natación tuvieron que realizarse en el mar, pues en Atenas no se habían construido piscinas adecuadas. No se otorgaron medallas de oro, --me imagino que de ningún color— porque sencillamente no existían. Ni   se continuaría ciñendo la corona del ramo de olivo a los triunfadores, por el aumento de la demanda del producto en todo el mundo que reclamaba: ¡Menos ramos y más ensaladas!
La competencia de la cuerda lisa—escalamiento vertical sólo con las manos—se arrugó totalmente en el Siglo XVIII, pues ya en la siguiente prueba de París en 1900 no compitió más. Sin embargo, la lucha de la soga, --que aún se practica como divertimento en muchas partes—, se mantuvo oficialmente por lo menos 16 años más, como puede apreciarse  por las fotos tomadas en ambos casos.
Si se tiene en cuenta el simbolismo griego del Discóbolo  de Myton, podemos afirmar que la gran decepción de aquella primera cita Olímpica ateniense fue la pérdida del lanzamiento del disco, pues lo obtuvo nada menos que el norteamericano Garret quien sin experiencia alguna se alzó con un disparo de 29.15 metros. A partir de ahí viene la fama de la industria disquera yanqui.
Otra rareza de estos comienzos fue la invención del  lanzamiento de la bala—por entonces un simple ladrillo-- como el de 56 libras que nos muestra su campeón canadiense Desmarteu en la de Saint Louis 1904. La pedrada llegó hasta los 10,46 metros. Cuarenta y cuatro años más tarde en Amberes, la cifra pudo redondearse  totalmente con  la bala de hierro.
En la misma sede de este año, pero en 1908, otro estadounidense F. C.  Smithson corrió los 110 metros  con vallas, y tal parece que ganó gracias su fe, pues lo hizo con una biblia en las manos.
Pero eso tiene su explicación: Resulta que su religión le prohibía competir los sábados y la carrera coincidió con ese día. El devoto atleta quiso quedar bien con Dios y con la competencia pagana de los griegos, y se dio el gran milagro.
Para los incrédulos, aquí va la foto, y por si se mantienen  en el agnosticismo, los invito  a visitar el museo del COI en Mon Pepos, Lausana, Suiza, para que lo comprueben personalmente.
Similares circunstancia ocurrieron durante los octavos juegos de París, cuando el favorito escocés Liddel no se presentó a la carrera de los 100 metros planos, pues la prueba cayó sábado y su culto se lo impedía. Esta penitencia también fue recompensada  pues al día siguiente se presentó en la de los 400 metros planos, donde no tenía el menor chance e inesperadamente, no sólo la ganó, sino que batió el record mundial de la prueba.
Nos hemos adelantado, pues el corte debimos hacerlo hasta el final de la llamada Tregua Sagrada, interrumpida con la Primera Guerra Mundial (1914-1918), y estos Juegos  de París fueron celebrados en 1924, pero los dos casos anteriores resultaron inseparables para mi. Espero vuestra comprensión, y les prometo a mis atentos vecinos de las gradas,  nuevas --¿viejas?-- sorpresas en esta carrera detrás de la antorcha.


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