Desde
que el mono se bajó del árbol y puso sus cuatro patas en tierra, comenzó a
notar las mutaciones de su propio desarrollo perdiendo poco a poco la orgullosa
pelambre que cubría todo su cuerpo hasta dejarlo pelado como un plátano excepto
en dos o tres puntos velludos y claves de su anatomía. Uno de los dos rabos—por
suerte el de atrás—se acortó hasta desaparecer totalmente por inútil, ya que no
necesitaba colgarse más de las ramas de los árboles. Sin embargo, en la medida
en que el eslabón perdido se irguió sobre sus pies, comenzó su añoranza
por las alturas.
Se
pasaba horas embobado mirando al cielo y envidiando a los pterodáctilos
que volaban a pesar de su condición de reptiles gigantes y pesados. Constancia
de ello quedó en los archivos del Parque Jurásico, por usuarios tan respetables
como el Sr. Pitecántropus Erectus o el Hombre de Cro-Magnon.
Esa
quimera duró siglos, tal vez milenios, reptando a través de la Edad de Piedra,
del Bronce, del Hierro y hasta de la Peseta. Pero un buen día la humanidad arribó a la Ilustración y con ella un individuo sui-géneris,
Leonardo
Da Vinci: Inventor, dibujante-diseñador, fabricante de armamentos; en fin, el
primer Hombre Orquesta del Mundo; o sea,
músico, poeta y loco.
Sólo
así se explicaba su tesis de que:”…Si un hombre dispone de un dosel de paño
que tenga 12 brazos de ancho por 12 de alto, podrá arrojarse de cualquier
altura sin hacerse daño…”
Pero
de la teoría a la práctica va mucho trecho y no se sabe cuántos y cuántas se rompieron
la crisma en el intento desde aquellos lejanos tiempos del Siglo XV, cuando
aún, nosotros, --los del lado de acá del charco—no existíamos aún para la culta
Europa.
Si
vemos esto con optimismo, comprobamos que fue un primer paso hacia el abismo, y
por consiguiente para aprender a volar, porque solo capando se aprende a cortar
huevos.
La
tracción animal, el carruaje, la máquina de vapor, el ferrocarril y el
automovilismo acortaron las distancias por tierra. Piraguas, canoas, bajeles,
galeones, y otros cachivaches flotantes pasaron del remo a la vela y de ahí al
buque de vapor, para trasladarnos como el vals: “Sobre las Olas” pero el cielo
se mantenía puro, virgen e intocable.
Cuando
la Revolución Industrial dijo en las proximidades del pasado siglo –“¡Aquí
estoy yo”--; otros tan chalados como Da Vinci lograron levantar vuelo por
gracias a ingenios mecánicos o aplicando las leyes de la aerodinámica. Sólo
tres ejemplos: Nuestro desaparecido Matías Pérez, los estadounidenses hermanos
Wright y Santos Dumond el brasileño.
Lo
cierto es que, por fin, el hombre –sin complejo alguno--volaba como los
pájaros, y cada vez más rápido y más alto.
Hubo
una etapa fatal durante la época de oro del “cómic yanqui” en que surgieron superhéroes
de ficción que podían levantar vuelo con ayuda de una simple capa o cierta
palabra mágica. No se sabe cuántos niños en el mundo murieron en el empeño de imitar a Superman.
Claro,
a la larga la gente aprende, y hoy, ni los más pequeños creen en cuentos de
camino por muchos video-juegos que se inventen
para capturar incautos; me refiero a los bolsillos de sus padres.
Así
las cosas, el pasado 14 de octubre, nos sorprendió la noticia de que un ser
humano—austriaco por más señas—de 43 años y llamado Félix Baumgartner logró
romper tres récords históricos: 1) La mayor altura alcanzada (39,058 metros) o
sea el punto más alejado de la Tierra, sólo con la ayuda de un simple globo. 2)
El salto al vacío con parapenta desde
ese mismo lugar. 3) Y haber roto la barrera del sonido en caída libre.
Dicha
hazaña requirió de no poco entrenamiento—cada una de sus pruebas, más peligrosa
que la anterior. A saber: Lanzarse desde las Torres Petronas de Kuala Lumpur;
sobrevolar el Canal de la Mancha sin mancharse, ni siquiera salpicarse un
poquito; tirarse de cabeza desde el piso 91 del edificio Taipei que dejó a todo
el mundo hablando en chino; y hacer otro milagro similar desde el Cristo
Redentor de Río de Janeiro, entre otras proezas.
Lo
más curioso es que el entrenador lo fuera el yanqui Joe Killinger—apellido un
tanto asesino— de 84 años de edad, quien había realizado un monumental salto de
31,333 metros de altura en 1952, el cual no pudo homologarse en el libro
Güiness de records, pues éste surgió tres años después, tras una discusión entre cazadores ingleses
sobre cuál era el pájaro más rápido de Europa. Al flemático Hugh Beaver se le
ocurrió lo del libro y ese mismo año es que se logra confirmar, acreditar y
referenciar las estadísticas de cada
hazaña en el mundo.
Quisiera
agregar otra cifra Guiness, tal vez menos espectacular pero más cercana a
nosotros.
Si
Baumgartner conquistó esa altura para lanzarse al vacío, lo hizo gracias a un
globo aerostático, no por sus propias fuerzas.
Les
recuerdo que Javier Sotomayor—casi adolescente--en 1984 impuso récord nacional
con un salto de 2,33 mt. Dos años más tarde repitió la hazaña pero mundialmente
con 2,36. Así de centímetro a centímetro llegó al título mundial de Salamanca en
1988 con 2,43; ese mismo año refrendó igual marca en Budapest, pero bajo techo
y agregó un centímetro más al aire libre en Puerto Rico.
Salamanca
en España--escenario de su gran marca mundial de 1988—fue sede de su último
récord en 1993, con el insuperable 2,45 que se mantiene vigente desde hace unas dos
décadas, aunque Gardel haya dicho que 20
años no son nada.
Para
nosotros los cubanos sí lo es, y para los españoles testigos de ello también,
por eso recibió en 1992 el “Premio Príncipe de Asturias en el Deporte”, y el
pasado año el Comité Olímpico Internacional (COI) le otorgó el Trofeo “Deporte,
inspiración para la juventud”.
Félix,
el austriaco, rompió en este mes el record de bajada en caída libre y el Soto varias veces el de
salto alto con impulso. ¿Cuál es el más difícil de los dos?
Recordemos
lo que dice el refrán: “Para abajo, todos los santos ayudan”
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