Una
breve incursión por el Museo Postal sito en el edificio del Ministerio de
Comunicaciones en la Plaza de la Revolución fue suficiente motivación para
evocar estas líneas, pero primero aclaremos cualquier equívoco al respecto.
Aunque
fonéticamente se parezcan, no es lo mismo un filósofo, un filatélico, que un
sifilítico. El primero es un científico, el segundo un coleccionista y el
tercero una desgracia. Pero los tres son seres humanos: No existen burros
filósofos, aguacates filatélicos y mucho menos pedruscos sifilíticos.
El
más antiguo de los tres resulta ser el pedernal que aparece en último lugar,
pues enfermedades venéreas existían ya en el Antiguo Egipto; mientras que,
científicos fueron los siete sabios de la Grecia Antigua y no podríamos
encontrar filatélicos hasta el 6 de mayo de 1840, fecha en que circuló por
primera vez un sello de correos en Gran Bretaña, conocido como el penique
negro, seguido del penique azul, ambos con la imagen de la Reina Victoria de
Inglaterra.
Quince
años después, España hizo circular el suyo en las colonias de ultramar--Cuba,
Puerto Rico y Filipinas--con el retrato de la Reina Isabel II: Por tanto la
primera estampilla que circuló en nuestro país data del 25 de abril de 1855.
He
aquí ambos sellos—perdón—ambas reinas frente a frente.
El
destino deparó un trágico desenlace para ambas: La reina Victoria murió en la
guillotina y la reina Isabel perdió el trono en septiembre de 1868--poco antes
del Grito de Yara-- y emigró a París donde murió 32 años después.
Sin
embargo la necesidad de comunicarse, no ya con el lenguaje, la escritura o los
gestos, sino a larga distancia, es mucho más antigua.
Mensajeros
había en el reinado persa de Ciro el Grande durante el siglo VI antes de
nuestra era. Los partes se llevaban a caballo durante jornadas de un día de
duración, siendo relevados jinete y cabalgadura cada un nuevo tramo. De esta
forma el Emperador estaba al tanto de todos los chismes y los magnicidios que
ponían en peligro su reinado.
En
Roma ocurría algo similar, los mensajes iban escritos en papiros y se
trasladaban corriendo, ya por medio de caballos o carruajes, de ahí la palabra
correos, del latín currere.
La
Edad Media no fue propicia a esta actividad por la falta de unidad política
entre los feudos y el mal estado de los caminos; además, estaban plagados de
bandoleros. A veces el propio caballero enmascarado y sus cómplices eran los
beneficiarios. Pero sobre todo, el abusivo cobro del tránsito por parte de los dueños
y señores de la gleba: Había que pagar por pasar un puente—derecho de pontazgo--por
cruzar un feudo--¿peaje?-- o por evadirlo; por la cantidad de caballos que
tiraban del carruaje--¿rocinazgo?--o del polvo que levantaban al pasar. Tal vez
esos mismos polvos trajeran los lodos del oscurantismo medieval.
Durante
el Renacimiento, la vieja Europa sale del ostracismo a pesar de la Santa
Inquisición y sus hogueras; los inventos científicos, el desarrollo artístico y
los descubrimientos de otras tierras y culturas fueron apagando paulatinamente
tanto fuego acumulado en sus entendederas.
Las
comunicaciones y las relaciones comerciales se imponen.
En
este contexto, Luis XI de Francia, ve la necesidad de oficializar el servicio
por medio de postas equinas—ojo, no confundir con bostas—también caballares--.De
ahí viene la generalización de la palabra posta en español, poste
en francés, post en inglés y correo postal al servicio en general.
Del
lado de acá del Atlántico, mucho antes de la llegada de Colón, en el territorio
azteca ya existía la painania, corredores que enviaban cartas de amor de
la Melinche a Moctezuma en Tenochtitlán, o de este a sus dominios en todo el
imperio.
Los
antiguos incas --aunque no conocían la escritura-- transmitían noticias a
través de sus chasquis o mensajeros, quienes por medio de nudos
realizados en cuerdas de varios colores o quipos, memorizaban los
mensajes.
En
la medida que se generalizaba este servicio comenzaron precisamente sus
problemas; ya que el remitente enviaba el mensaje o bulto postal, como se dice hoy
en Cuba: “A pagar allá”. Y el destinatario a veces no podía sufragar el
costo, dejando al mensajero sin plumas y cacareando.
Es
entonces que a un tal Rowland Hill de Londres, se le ocurre escribir un folleto
en 1837, donde planteaba la reforma de este anticuado y conflictivo sistema,
donde propuso suprimir el pago por entrega y sustituirlo por otro de mensajes
prepagados, bajo dos alternativas: Sobres timbrados o estampillas adhesivas que
debían adquirir los usuarios en las oficinas habilitadas al efecto.
Tres
años más tarde se imprimen aquellos primeros peniques en Londres--los cuales señaláramos
al comienzo—y que conquistaron el mundo con sus bellos impresos sus atractivas colecciones,
y sobre todo llevando mensajes a quienes más los necesitaban: Seres queridos
separados por la distancia, o soldados en servicio, necesitados de noticias menos
sangrientas del terruño.
No
olvidemos tampoco a nuestro protagonista de hoy: El filatélico, cuya paciencia,
dedicación y entrega le permite no sólo acumular valiosas colecciones por
temas, países o cualquier otra clasificación, sino saber las motivaciones que
inspiraron esas obras; o adentrarse en la historia misma de la actividad postal
y de cada serie en particular.
Sean
estas unas estampas tan breves como esas pequeñas maravillas cromáticas que
tanto
entusiasmo despiertan aún a coleccionistas y estudiosos.
Independientemente
de que los objetivos de antaño hayan sido desplazados en aras de la inmediatez
por mensajes en tiempo real que navegan por internet. El valor cultural del
sello postal como obra de arte no podrá ser sustituido con nuevas tecnologías, fríos
códigos o discos duros o blandos, chips y señales electrónicas.
En
este nuevo milenio tan globalizado y práctico necesitamos más que nunca, alimentar
el espíritu, aunque para ello no tengamos que mojar la estampilla con la
lengua, ni pegarla en el sobre, sino apreciarla en su valor artístico, ya en
museos especializados o coleccionistas privados.
Sea
pues, este modesto homenaje, a los pacientes y eruditos coleccionistas cubanos
que han puesto bien alto el nombre de nuestro país en los últimos concursos
internacionales de filatelistas.
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