Buenos
días amables vecinos:
Este 28 de noviembre de 2014 cumplo 84 años de edad y no me siento viejo; viejo
será en tal caso ese zapato que se bota porque ya no sirve. Por el contrario,
me miro en el espejo y mis 84 permutan en la imagen que me responde con un
sorprendente ¡48! Hablando de sorpresas, aquí me ven pillado infraganti por la
cámara indiscreta de mi hija Elsie, en los momentos de escribir estas notas:
Con
la venia de ustedes, me considero un ser humano—hombre o
mujer—del siglo XX, donde el machismo imperante se ha puesto en solfa, a pesar
de rezagos de discriminaciones ya fuesen de género, raza o credo, con mi
sistema decimal choqueado al arribar a un siglo nuevo, que nació globalizado
por un método binario y nada menos que en tiempo real, donde el terrorismo no
tiene banderas y las historias son tuiters. ¡Jamás se cambió tanto con tan poco!
Pido
disculpas
por la “descarguita” y alejarme del tema: No puedo decir que nací de cuna
humilde como la gran mayoría de mis contemporáneos, atenazados por el hambre la
incultura y el tiempo muerto cuando se decía aquello de “Sin azúcar no había país”;
sino en –Luyanó—un barrio obrero en crecimiento y por tanto pobre pero honrado.
Fueron tiempos de vacas flacas para ganaderos y paniaguados, pero de harina con
boniato para el resto, atenazado por el estigma del “machadato”.
Es lícito rectificar pues no creo que “Cualquier tiempo pasado haya sido mejor”, aunque los accidentes del tránsito en el barrio entonces eran casi nulos dado que a Luyanó sólo lo atravesaban dos calzadas: La de Concha al norte y otra homónima al sur. El resto eran calles de tierra, donde el polvo de Cuaresma nos cegaba o el lodo en temporada lluviosa enfangaba personas y viviendas por dentro y por fuera
Es lícito rectificar pues no creo que “Cualquier tiempo pasado haya sido mejor”, aunque los accidentes del tránsito en el barrio entonces eran casi nulos dado que a Luyanó sólo lo atravesaban dos calzadas: La de Concha al norte y otra homónima al sur. El resto eran calles de tierra, donde el polvo de Cuaresma nos cegaba o el lodo en temporada lluviosa enfangaba personas y viviendas por dentro y por fuera
Con
el debido respeto;
antes para los fiñes del barrio la calle era nuestra propiedad privada en los
horarios extracurriculares. Lo mismo se convertía en garito para jugar a las
chinatas, o a las postalitas donde “mataperros” sin zapatos se forraban acumulando
riquezas imaginarias. También podían convertirse en estadios sin gradas donde se
practicaba el beisbol con pelotas de trapo o de goma y otras disciplinas afines
como el taco o la quimbumbia, mucho más contundentes y peligrosas. Lógicamente
no había juegos nocturnos y los diurnos
se suspendían no por lluvia sino al llamado de la higiene o la salud,
convocadas a gritos para el baño o la merienda.
Cumplo
con el deber de informar que otras señales menos cariñosas partían del escandaloso
tolete policial. Si de noche el cañonazo de las nueve nos convocaba a dormir,
el tal tolete--instrumento de palo contundente-sonoro--en manos del policía de
barrio, anunciaba su proximidad como método coercitivo a los fiñes durante el
día o en horario nocturno como medida preventiva a los amigos de lo ajeno para
advertirles de su presencia física o en su defecto una operación más dinámica, terapéutica
y dolorosa conocida por toletazo.
Es
permisible pensar que
este personaje siempre fue un enigma para mí: Perseguía el robo nocturno e
ilegal, pero oficialmente le tumbaba a diario la cajetilla de cigarros al
bodeguero, o apuntaba gratis a la charada en la vidrierita de “tabacos” de la
esquina. Como agente del orden público pertenecía a la infantería en un área
urbana donde no había potreros ni caballos, aunque las polainas fueran parte consustancial
de su uniforme.
Por
suerte
para nosotros desapareció barrido por el tsunami revolucionario en enero del 59.
Dicho depredador pertenecía a una pintoresca fauna trashumante de entonces, tan
típico como la diversidad de pregoneros-repentistas, el indiscreto lechero por
la madrugada, o el mensajero de botica, hoy convertido en un conductor de bici-taxis
melómano entre otros fósiles ambulantes.
Es
válido
pintarles este paisaje callejero de mi niñez. El cual se complementaba con el
cine de barrio que ofertaba dos funciones diarias con una película de segunda
que era la primera y otra de primera que se pasaba segunda. A los fiñes se nos
reservaba el primer round del programa dominical --matinée, tanda y noche--a níquel
per cápita (cinco centavos). Función esta donde solo la complicidad ingenua de
nuestra fantasía permitía digerir aquellas comedias silentes acompañadas de
sonoras carcajadas, las series de episodios en quince capítulos, los “muñequitos”
en colores o los “instructivos” oestes donde el vaquero-bueno siempre triunfaba
frente al piel roja malo, hasta darle la patada a la lata con esos héroes superdotados
que volaban sin alas, no le entraban las balas y jamás se les caía el sombrero por
muy aparatosa que fuese la acción. Años
más tarde nos enteramos que la
mayoría de esos “extras” de Hollywood eran calvos. Hoy se quedarían sin trabajo
debido a la maravilla del montaje cinematográfico o los efectos especiales de
la digitalización.
Puedo
afirmar que
si impactante eran nuestras mataperrerías en las calles, muy diferentes
resultaban los juegos típicos de los “bitonguitos” con sus juguetes caros y
unipersonales como aquellos trenes de cuerda que ocupaban todo el espacio de la
sala o los llamados inteligentes y
constructivos para armar a solas. Con decirles que si logré tremenda habilidad
montando patines en el parque de Fábrica fue gracias a los Reyes Magos caseros,
pues nunca aprendí a montar en bicicleta porque las de entonces, marca
“Niágara” estaban tan fuera del alcance del bolsillo paterno como las cataratas
del mismo nombre. Pero si estas semblanzas dejaron sus huellas en mi niñez. Otros
aspectos educacionales en el seno del hogar y la escuela resultaron mucho más
decisivos en la formación de mi
personalidad.
Les
concedo el beneficio de la duda pero, en primer lugar, mi padre emigrante
español y mi madre criollísima mulata, con apenas poseer una instrucción
primaria, jamás discutieron en mi presencia, incluso cuando querían conversar
en privado me mandaban para el cuarto o la cocina. El respeto mutuo y el amor
presidían esa unión a pesar de las diferencias. Él de formación atea e izquierdista,
jamás se opuso a que la imagen de la
Vírgen de la Caridad, estuviera en lugar visible de la sala a petición de su
esposa,. Esta escena se compensaba con otro cuadro que colgaba frente a la mesa
del comedor que decía: “Hogar, dulce hogar”. La
intolerancia jamás pudo echar sus raíces en casa.
Confieso
que
primaba entre ellos la armonía, en fin el amor y las buenas costumbres que el
tiempo y “la juntera” se cansaron de convertirme en el viejo cascarrabias que
soy. Siempre copiar en los exámenes fue malo, en la vida real pasa lo mismo. Por
eso a los niños y jóvenes de hoy les recomiendo abrir cualquier debate con las
frases subrayadas en este trabajo y verán el resultado: --Hagan lo que yo digo,
no lo que yo hago.
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