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26 nov 2014

DEL TERCER GRADO A LA TERCERA EDAD


Buenos días amables vecinos: Este 28 de noviembre de 2014 cumplo 84 años de edad y no me siento viejo; viejo será en tal caso ese zapato que se bota porque ya no sirve. Por el contrario, me miro en el espejo y mis 84 permutan en la imagen que me responde con un sorprendente ¡48! Hablando de sorpresas, aquí me ven pillado infraganti por la cámara indiscreta de mi hija Elsie, en los momentos de escribir estas notas:
Con la venia de ustedes, me considero un ser humano—hombre o mujer—del siglo XX, donde el machismo imperante se ha puesto en solfa, a pesar de rezagos de discriminaciones ya fuesen de género, raza o credo, con mi sistema decimal choqueado al arribar a un siglo nuevo, que nació globalizado por un método binario y nada menos que en tiempo real, donde el terrorismo no tiene banderas y las historias son tuiters. ¡Jamás se cambió tanto con tan poco!
Pido disculpas por la “descarguita” y alejarme del tema: No puedo decir que nací de cuna humilde como la gran mayoría de mis contemporáneos, atenazados por el hambre la incultura y el tiempo muerto cuando se decía aquello de “Sin azúcar no había país”; sino en –Luyanó—un barrio obrero en crecimiento y por tanto pobre pero honrado. Fueron tiempos de vacas flacas para ganaderos y paniaguados, pero de harina con boniato para el resto, atenazado por el estigma del “machadato”. 
Es lícito rectificar pues no creo que “Cualquier tiempo pasado haya sido mejor”, aunque los accidentes del tránsito en el barrio entonces eran casi nulos dado que a Luyanó sólo lo atravesaban dos calzadas: La de Concha al norte y otra homónima al sur. El resto eran calles de tierra, donde el polvo de  Cuaresma nos cegaba o el lodo en temporada lluviosa enfangaba personas y viviendas por dentro y por fuera
Con el debido respeto; antes para los fiñes del barrio la calle era nuestra propiedad privada en los horarios extracurriculares. Lo mismo se convertía en garito para jugar a las chinatas, o a las postalitas donde “mataperros” sin zapatos se forraban acumulando riquezas imaginarias. También podían convertirse en estadios sin gradas donde se practicaba el beisbol con pelotas de trapo o de goma y otras disciplinas afines como el taco o la quimbumbia, mucho más contundentes y peligrosas. Lógicamente no había juegos nocturnos y los diurnos  se suspendían no por lluvia sino al llamado de la higiene o la salud, convocadas a gritos para el baño o la merienda.
Cumplo con el deber de informar que otras señales menos cariñosas partían del escandaloso tolete policial. Si de noche el cañonazo de las nueve nos convocaba a dormir, el tal tolete--instrumento de palo contundente-sonoro--en manos del policía de barrio, anunciaba su proximidad como método coercitivo a los fiñes durante el día o en horario nocturno como medida preventiva a los amigos de lo ajeno para advertirles de su presencia física o en su defecto una operación más dinámica, terapéutica y dolorosa conocida por toletazo.
Es permisible pensar que este personaje siempre fue un enigma para mí: Perseguía el robo nocturno e ilegal, pero oficialmente le tumbaba a diario la cajetilla de cigarros al bodeguero, o apuntaba gratis a la charada en la vidrierita de “tabacos” de la esquina. Como agente del orden público pertenecía a la infantería en un área urbana donde no había potreros ni caballos, aunque las polainas fueran parte consustancial de su uniforme.
Por suerte para nosotros desapareció barrido por el tsunami revolucionario en enero del 59. Dicho depredador pertenecía a una pintoresca fauna trashumante de entonces, tan típico como la diversidad de pregoneros-repentistas, el indiscreto lechero por la madrugada, o el mensajero de botica, hoy convertido en un conductor de bici-taxis melómano entre otros fósiles ambulantes.
Es válido pintarles este paisaje callejero de mi niñez. El cual se complementaba con el cine de barrio que ofertaba dos funciones diarias con una película de segunda que era la primera y otra de primera que se pasaba segunda. A los fiñes se nos reservaba el primer round del programa dominical --matinée, tanda y noche--a níquel per cápita (cinco centavos). Función esta donde solo la complicidad ingenua de nuestra fantasía permitía digerir aquellas comedias silentes acompañadas de sonoras carcajadas, las series de episodios en quince capítulos, los “muñequitos” en colores o los “instructivos” oestes donde el vaquero-bueno siempre triunfaba frente al piel roja malo, hasta darle la patada a la lata con esos héroes superdotados que volaban sin alas, no le entraban las balas y jamás se les caía el sombrero por muy aparatosa que fuese la acción. Años  más  tarde nos enteramos que la mayoría de esos “extras” de Hollywood eran calvos. Hoy se quedarían sin trabajo debido a la maravilla del montaje cinematográfico o los efectos especiales de la digitalización.
Puedo afirmar que si impactante eran nuestras mataperrerías en las calles, muy diferentes resultaban los juegos típicos de los “bitonguitos” con sus juguetes caros y unipersonales como aquellos trenes de cuerda que ocupaban todo el espacio de la sala o los  llamados inteligentes y constructivos para armar a solas. Con decirles que si logré tremenda habilidad montando patines en el parque de Fábrica fue gracias a los Reyes Magos caseros, pues nunca aprendí a montar en bicicleta porque las de entonces, marca “Niágara” estaban tan fuera del alcance del bolsillo paterno como las cataratas del mismo nombre. Pero si estas semblanzas dejaron sus huellas en mi niñez. Otros aspectos educacionales en el seno del hogar y la escuela resultaron mucho más decisivos en la formación de  mi personalidad.
Les concedo el beneficio de la duda pero, en primer lugar, mi padre emigrante español y mi madre criollísima mulata, con apenas poseer una instrucción primaria, jamás discutieron en mi presencia, incluso cuando querían conversar en privado me mandaban para el cuarto o la cocina. El respeto mutuo y el amor presidían esa unión a pesar de las diferencias. Él de formación atea e izquierdista, jamás se opuso a que  la imagen de la Vírgen de la Caridad, estuviera en lugar visible de la sala a petición de su esposa,. Esta escena se compensaba con otro cuadro que colgaba frente a la mesa del comedor que decía: “Hogar, dulce hogar”. La intolerancia jamás pudo echar sus raíces en casa.
Confieso que primaba entre ellos la armonía, en fin el amor y las buenas costumbres que el tiempo y “la juntera” se cansaron de convertirme en el viejo cascarrabias que soy. Siempre copiar en los exámenes fue malo, en la vida real pasa lo mismo. Por eso a los niños y jóvenes de hoy les recomiendo abrir cualquier debate con las frases subrayadas en este trabajo y verán el resultado: --Hagan lo que yo digo, no lo que yo hago.

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