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19 dic 2010

DEL TEOREMA DE PITÁGORAS A QTATA AL CUADRADO.

El problema matemático de origen griego que encabeza este trabajo, da seguimiento a otro referido a cierta persona de la cual habláramos en nuestra oferta anterior, y a quien podría calificar de “Mi personaje inolvidable”: El doctor Raúl Ferrer.

A partir del 22 de diciembre de 1961 Cuba celebra anualmente el Día del Maestro, al finalizar con éxito su Campaña de Alfabetización en esa fecha y declararse Territorio Libre de Analfabetismo.

No hay escuela, hogar, alumno, ni maestro que deje de festejar la ocasión.

Ilustro aquella época con estas dos caricaturas que publicamos en el diario “El Mundo” hace casi medio siglo sobre los esfuerzos de nuestro país por alfabetizar al analfabeto urbano y a su par el analfayuca rural, según el choteo criollo de entonces.

El pueblo todo, beneficiario de esa prédica martiana se suma a la festividad. Por algo nuestro país en la actualidad es referente a escala mundial en materia de alfabetización por el aporte del método “Yo si puedo” en no pocos países y variadas lenguas.

Cada vez que se acerca esa fecha pienso en la frase que encabeza este trabajo, y en la persona que la inspiró: El maestro, colega y amigo Raúl Ferrer.

Desde que asomaron los primeros indicios de mi incipiente bigotito, en la aventura del bachillerato, una de las cosas que más me impresionó fue descubrir que…

“el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de sus catetos”.

En mi relación con Raúl tropecé con su versión criolla:

“Que todo analfabeto tenga su alfabetizador y que todo alfabetizador tenga su analfabeto…”

O sea, QTATA al cuadrado.

Ecuación salida del ingenio de ese criollo rellollo convertido por obra y gracia de su trayectoria docente en uno de los principales colaboradores del entonces Ministro de Educación Doctor Armando Hart.

Desde su temprana y modesta aula rural monte adentro, donde compartía sueños y realidades con su bisoño colega Onelio Jorge Cardoso, Raúl Ferrer siempre soñó con algo por el estilo. Años más tarde entre estrofa y estrofa descubrió a otro fabulador excepcional con el que también compartió fantasías poéticas y objetivos políticos, el Indio Naborí.

Él era así: científico y soñador, ocurrente y reflexivo, imaginativo y profundo a la vez, con una agilidad mental inigualable. Un maestro en toda la extensión de la palabra. Su sentido de la pedagogía tenía un antecedente lúdico que podía resumirse en esta frase suya: “Lo que se aprende jugando, nunca se olvida”, de ahí el permanente combate que mantuvo contra viejos criterios medievales como ése de “la letra con la sangre entra”. O el permanente reproche a quienes mantenían el rígido concepto de que el niño iba al colegio a aprender. “No –decía-- el niño viene a la escuela a aprender a hacer cosas”.

También tuvo discrepancias con colegas que a menudo confundían el deporte con el entretenimiento, porque para este último no hacían falta estadios ni campos deportivos, cuando se practica de corazón, ambos se unen. En eso era también un educador.

En una oportunidad gané un premio en el Salón Nacional de Humorismo de la UPEC, con su caricatura. Lamentablemente no puedo mostrarla aquí, pues inmediatamente después se la obsequié y por muchos años presidió la sala de su hogar situado en una empinada calle de la Loma del Mazo de la Víbora.

A él se deben las iniciativas de transformar la página de pasatiempos en “Palante” con proposiciones más originales que el compañero Yáñez puso en práctica, así como la constante ayuda a la sección campesina “Dímelo Cantando” del semanario donde Raúl, --el poeta—también era un maestro. ¿Y qué me dicen los que lo conocieron jugando con los números en el pizarrón de fondo en su despacho del Ministerio de Educación, con el ejercicio del cero frío?

Sencillamente que Raúl había experimentado esto en carne propia desde los tiempos difíciles de la seudorrepública en su escuelita rural en el batey del central Narcisa allá en las proximidades de Yaguajay, y fue consecuente con ello. De sus románticas aventuras en el lugar les recomiendo acudir al libro de cuentos del colega Julio M. Yanes, precisamente por su condición de alumno en aquel plantel donde aprendió las primeras letras aquella “Niña Mala” que le da título a la obra, y que junto a la simpática “Vaquita Pijirigüa” popularizó musicalmente su sobrino Pedro Luis Ferrer. Paradójicamente, allá en la primera mitad del pasado siglo, época en que la palabra ¿futivarse? estaba de moda, a veces escapábamos del amodorramiento docente para refugiarnos en pitenes de pelota de goma y de trapo, o las mesas de billar aledañas al Instituto de la Víbora, a espaldas de nuestros padres y maestros. Mientras, allá en ese rinconcito de la campìña espirituana a menudo ocurrían cosas como la siguiente:

El maestro rural Raúl Ferrer, a caballo por el trillo que conduce a la escuela, ve a un padre doblado en el surco bajo el sol mañanero y le pregunta:

“--¡Fulano!” –se me olvidó el nombre—“ ¿Qué pasa que tu hijo no ha ido a clase esta semana?”

La respuesta no se hizo esperar:

“Lo tengo castigado por portarse mal”.

Increíble anécdota si no la hubiese oído de sus propios labios. Y es que las clases de Raúl y Onelio tenían ese sabor a caramelo lúdico que maravillaba a los niños, y que desgraciadamente, a golpes de solemnidad, retórica, y rigidez, pierden su encanto.

No sé si estas características estaban ya presentes en el ADN de ambos, o eran producto del ambiente familiar suyo, pues en el entorno hogareño crecían siete hermanos: Raúl. Rogelio, Rafael, Rodolfo, Raquel, etc., etc., –todos firmaban R.F.-- y todos dotados de las mismas virtudes: Alegría contagiosa, agilidad mental, mezcla de veta artística y rigurosidad científica. Es decir, todos ellos tenían algo de “músicos, poetas y locos”, en el mejor sentido de la palabra.

Raúl cultivaba además la amistad de forma bastante selectiva. Si exitosa y singular fue la yunta que lo unió en la escuelita montuna a su par Onelio Jorge Cardoso. Con posterioridad esas mismas afinidades, lo unieron al Indio Naborí.

Extrovertido hasta el cansancio, la explosividad de Raúl Ferrer lo diferenciaba de ambos, --más pausados, y medidos--, sin embargo a pesar de diferencias temperamentos, una química rara los unía, el amor a la docencia, el acercamiento a la ética martiana, la lucha por la justicia social, y la inclaudicable militancia revolucionaria, todo ello matizado por un optimismo contagioso e inagotable.

Para finalizar les cuento uno de los últimos episodios de su vida que me marcaron para siempre:

Raúl, septuagenario y enfermo, estuvo asesorando la Campaña de Alfabetización en Nicaragua durante casi dos años. Regresó al finalizar la misma, más o menos en el mes de septiembre, y bastante delicado de salud, a tal punto de que bajó del avión en una camilla y tuvo que ser ingresado en el Instituto de Cardiología, de Paseo y 17, en el Vedado. Allí fui a verlo varias veces y después, durante su convalecencia en su propio hogar de 10 de Octubre.

Dos meses después –principio de diciembre-- me llama por teléfono para invitarme una vez más a las Parrandas de Mayajigua y Yaguajay, adonde lo había acompañado en los últimos años. Me sorprendió esa imprevista cita teniendo en cuenta las condiciones físicas en que había regresado a Cuba, y decline la invitación con cierto reproche por tan temeraria aventura de fin de año.

Recibí un silencio sepulcral como respuesta… tras varios segundos de meditación me dice:

“--Blanco, últimamente te has vuelto un poco conservador”.

Al año siguiente el destacado poeta y pedagogo fallecía. Aquella frase escuchada a través del hilo telefónico, tal vez resuma la personalidad y la imagen que me quedó para siempre de la persona a la que nos hemos venido refiriendo y que yo, humildemente considero. “Mi personaje inolvidable: Raúl Ferrer.”

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