A raíz de la fundación de la villa de San Cristóbal de La Habana, se comenzó el trazado de las calles aledañas. Una de ellas, situada al costado del que más tarde fuera el Palacio de los Capitanes Generales, y que a partir de la Plaza de Armas desembocaba en una de las puertas de entrada a la ciudad desde extramuros; tuvo desde sus orígenes varios nombres.
A saber: De los Plateros por unos artesanos afincados en ella; de San Juan, porque conducía al Convento de San Juan de Letrán, del CONSULADO por establecerse allí en 1794 el Real Consulado de Agricultura y Comercio, etc., etc.
Sin embargo, ha trascendido con otro nombre de discutido origen, pues varios historiadores no se han puesto de acuerdo en cuanto a la primitiva procedencia de la actual calle OBISPO, legitimación lograda en 1936 gracias al informe elaborado entonces por el Historiador de la ciudad, Emilio Roig de Leuchsering.
La polémica surgió porque allí vivió el Obispo Fray Jerónimo de Lara fallecido en 1644, con posterioridad habitó en ella Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, pero el juicio más certero de todos parece ser por su cercanía a la Parroquial Mayor, residencia episcopal del prelado Alfonso Enríquez de Almendariz, nombrado obispo en 1610; de ahí que se le nombrara calle OBISPO o de los OBISPOS.
Desde su inauguración se convirtió en una arteria vital entre el puerto y el desarrollo del comercio y la industria capitalinos, entonces limitada por la muralla, que fue definitivamente derribada en agosto de 1863.
Toda esta pincelada nos lleva cuatro años después a dicha vía pública, ya por entonces empedrada, cuando visita a La Habana el pintor y dibujante norteamericano Samuel Hazard, quien la reconoce como “…una de las arterias más animadas de la ciudad, donde se hallan los establecimientos más atrayentes…”
El viajero no sólo dejó escritas sus crónicas, sino que dibujó dicha calle en 1867 para su libro “Cuba a pluma y lápiz”.
El acucioso artista dejó para la posteridad la escena que nos complacemos en reproducir con el Hotel “Santa Isabel” al fondo, y para que no quede la menor duda, al lado, una fotografía actual tomada desde el mismo ángulo.
EN ÓRBITA
Mientras escribo estas notas, siento una ligera brisa, que se hace más acogedora en los calurosos meses de verano. Miro hacia un lado, y lo veo ahí, sobre la mesa, fiel, incansable, e inmortal. No puedo recordar exactamente cuanto tiempo ha transcurrido desde que el pequeño ventilador soviético se salió de su órbita europea para aterrizar en mi hogar, pero bienvenido sea.
Tal vez pequeño, feo y descolorido, sobre todo después de perder el trasero en un recalentamiento producto de mi falta de memoria al abandonarlo por un instante y olvidarme que, obediente seguía girando sus paletas durante casi 24 horas.
Se diferencia de otros ejemplares mayores en tamaño, prestigio publicitario, y elegancia, con mejor porte y figura, y hasta con velocidades de caja quinta; sin embargo, es menos hipócrita porque jamás se puso una careta; ni la necesita ya que sus paletas plásticas son inofensivas, y tal vez lo más que pueden es darte un sorpresivo golpetazo, pero sin mayores consecuencias, pues estos equipos ni pinchan ni cortan.
Cuando algo o alguien te acompaña por tanto tiempo, le coges cariño y no quisieras desprenderte de ese ser querido. Lo contrario ocurre con individuos advenedizos, esos que cuando les coges gusto, tienes que despedirte de ellos con satisfacción.
El ÓRBITA fue concebido como el matrimonio: Hasta que la muerte nos separe.
Lo contrario ocurre con otras marcas: A pesar de tecnologías más avanzadas, lujosas, aerodinámicas, y hasta multi-giratorias; su gran defecto es quizás su propia esencia, típica de la Sociedad de Consumo a la que es acreedora.
Su objetivo pues no es ser útil, sino producir rápidamente ganancias exorbitantes. O sea lo menos parecido al ÓRBITA. Se invierten millonarias cifras, incluso con el “robo de cerebros” a familias de futuros consumidores para producirles obsolescencia programada. Frase rimbombante que traducida al lenguaje coloquial quiere decir: “Vida limitada artificialmente”
Es un mundo virtual al que no he podido acostumbrarme por considerarlo ilógico por antihumano, derrochador de recursos; y sobre todo, porque soy transparente, pero no come-catibía ni me gusta que me estafen. Allá los afines a la filosofía del despilfarro.
Yo sigo en ÓRBITA con mi ídem.
LEONES URBANOS
El fiero felino de la selva ha sido protagonista de numerosas obras artísticas por su melenuda prestancia, majestuosidad y fiereza. Ejemplos exiten como el León de la Metro, “El Rey León" de Disney, el Club de Leones, que discutía protagonismo e influencia en la Cuba de antaño con el Club Rotario, o el más cercano “Bebe” León de nuestro volibol masculino, convertido ya en capitán del equipo Cuba.
Para ver los otros leones, los de verdad, tendríamos que trasladarnos al África o al Parque Zoológico; sin embargo tenemos otros mucho más cerca, y apenas se habla de ellos. Vayamos a sus orígenes:
Doscientos cuarenta años se cumplen en este 2012, de la inauguración del primer paseo extramuros, consistente en una vía de cuatro hileras paralelas a las murallas y sombreadas por árboles que resguardaba a peatones y carruajes del intenso calor estival.
Eso ocurrió allá por 1772; más tarde se le hizo un paseo central con cómodos bancos de piedra y fuentes a intervalos.
Sin embargo tendría que transcurrir casi un siglo hasta que a comienzos del XIX aparecieran en el Prado los reyes de la selva, esta vez bronceados por el sol veraniego y por la fundición de los viejos cañones, defensores inmóviles de las fortalezas coloniales en pasadas centurias.
Durante muchos años fueron testigos mudos del jolgorio popular durante los paseos y comparsas del carnaval habanero; de los patines con ruedas y los pitenes infantiles con pelota de goma; de los juveniles encuentros amorosos bajo la luz de la Luna, y de los paseos matinales de vejeranos con sus bastones acompañantes.
En fin, todavía están ahí de pie, entre pintores sabatinos y multitudes ansiosas de ligar la permuta soñada.
Nuevas generaciones de leones se reúnen ahora con frecuencia no lejos de allí, en el Estadio Latinoamericano del Cerro, bulliciosos herederos de Armandito (el Tintorero), para aplaudir a rabiar a sus fieros y azules ejemplares de Industriales. Son fieles aficionados y a veces belicosos fanáticos del deporte nacional, a tal punto de regresar muy cerca de aquellos otros leones de bronce para continuar rugiendo en la Esquina Caliente del Parque Central.
Pero no son los únicos; tal vez menos conocida por residir a 300 kilómetros de la capital, pero igualmente popular y atlética es la pareja de leones futbolísticos en el parque Martí, de Cienfuegos, --la Perla del Sur o Bella Ciudad del Mar como prefiráis--quienes cohabitan allí mucho antes del primer partido de balompié cuyo centenario acabamos de celebrar. Si alguna duda todavía mantienen ustedes, mis incrédulos vecinos, aquí va la foto de uno de ellos en los momentos de esperar el pitazo para tirar un penalti salvador.
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